septiembre 07, 2009

JUAN SIN TIERRA

¿debo morir?
ya no hay fotos mías
he dejado de asistir
a reuniones y fiestas
atender teléfonos o contestar cartas
no habrá idea alguna
que fui
marcelo ahumada, VII, MADRENATURALEZA
es curioso estar sentado escribiendo así, a las seis de la mañana de un domingo aún sin abrir, ¿qué nos depara?, en fin, los viajes lo vuelven a uno irreal, la falta de planes para el futuro también. hablé con marcelo ahumada, autor de un bellísimo libro de poemas titulado Yo soy la oscuridad, aunque la tapa diga el primogénito. a pesar de la oscuridad, me iluminó la noche. acaso no haré otra cosa que acomodar aquí las conclusiones a las que me hizo llegar.
al parecer todo comienza cuando uno se sitúa, elige y en ello se le va la vida. elegí irme, sin para qué, de hecho todavía no sé si a otra cosa que a vivir, esa vaguedad tan inquietante. no estudio, no vine becado para redactar mi tesis, no estoy visitando parientes, no me trajo la promesa de encontrar un trabajo bien remunerado, no me atrajo la idea de conocer la gran ciudad ni sus enormes carteleras, resumiendo, no fui traído por ninguna de esas boludeces por las cuales la gente viene a este enorme presidio. lo único cierto era irse de salta lo antes posible y para el caso lo mismo daba un cerro en el collamarca que la isla de los estados, al fin y al cabo la idea de no tener nada seguro fue el móvil.
la seguridad, por si no lo sabías, representa una mínima fracción de lo deseable, es más, casi hasta promete toneladas de tedio. prefiero mil veces la miseria creativa. así las cosas, si vuelvo, dice ahumada, a pesar de haber compartido todo con ustedes, siempre seré el que se ha ido. somos desterrados, me dice clavandome los ojos, en cualquier lugar del mundo, siempre estamos afuera, porque desterrado significa jamás haber tenido tierra. entonces cómo volver a un lugar que uno jamás tuvo, pregunta ahumada, ¿qué hacer con la catástrofe?
no atinamos muy bien a responder, preferimos el fulgor de la inquietud, ir sin responder para ver qué hay en la incertidumbre que nos devora de ansiedad, que nos promete más soledad. somos tristes por dentro, a pesar de reírnos de estas cosas. agita el whisky y cita: "la esfinge no habla ni dice, señala". la escritura señala los movimientos de zozobra a fin de poder continuar vivo. mientras algunos juegan a las palabras, unos se la juegan palabra a palabra, sangran de tanto jugar. a cambio de una tregua uno se sienta y escribe, deja su vida para que la vida lo deje vivir, traiciona, la clave de la literatura radica allí.
mi predilección por joyce me conduce a dedalus: "te diré lo que haré y lo que no haré. no serviré por más tiempo a aquello en lo que no creo, llámese mi hogar, mi patria o mi religión. y trataré de expresarme de algún modo en vida y arte, tan libremente como sea posible, tan plenamente como sea posible, usando para mi defensa las solas armas que me permito usar: silencio, destierro y astucia". ¿qué más podemos hacer? estuvimos Aquí, luego vivir es más allá de Aquí, hasta es probable que hayas olvidado el significado de esa palabra.
la escritura sucede cuando te toca, espero que nos hayamos encontrado. por lo que a mí respecta, esta isla llega a su fin, no pienso escribir más aquí, ya tendremos oportunidad de viajar hacia otros lugares, por ejemplo siempre escribo a mano y si andás por la ciudad y si por casualidad el mismo bar y si un papelito que procuro arrojar para no verlos amontonarse en un rincón o acaso mi voz, de cuerpo entero, en carne viva...

ME VOY

me olvidé:
vendrá
comerá
mis entrañas
llenará su buche
y se alzará

apenas pude abrir
la luz
quemó mi lengua

estoy por acabar

a veces me da por hablar
con vos.

*
al sur
del horizonte
un vértigo
de estrellas

el vientre de la soledad
es infinito

pronto moriré

es una linda fecha
me dejo querer más.

*
capturé
la chispa
y me posé yo

tarde
sin luz.

*
me voy
a hacer callar
a trepanar los sesos
me voy
a romper

saldrá sangre
de los vidrios
veré la luz
en pleno vuelo

quizá me muera

me voy
a ir
me voy
a ir

si no querés
no mires

si vas
a soltar
mi mano
hacelo ya

puedo morir
pero
no voy

a desaprovechar
hoy
estas alas.

septiembre 02, 2009

A VER

Crucé un brazo contra el pecho, guardé la mano en la axila, llevé la otra mano hasta el mentón y me dediqué a contar las cosas. He dicho cosas, notoria diferencia sería decir la realidad, los objetos o lo-que-no-es-yo (es-no-yo), si acaso algo no lo es, si acaso algo lo es. Tras lo cual me obligaría a sostener que donde yo dice “cosas” debería haber puesto otra cosa, una palabra, sí, eso hubiera bastado para enmendar la vaguedad pero es que al mirar y sobre todo al contar uno pone las cosas en su lugar, es decir en el lugar que uno hace (tal la expresión “hacéme lugar”). Y aquí estamos, pues, tarea en principio sencilla, dedicados a mirar pasar las cosas (otra vez, en fin), a imponerle una suerte de unidad, de orden.
El mundo pierde nitidez y, ya sé, la acotación será redundante, no hay sorpresa en no ver los detalles. Dos sentidos saltan a primera vista. Uno remite al yo: he permanecido en el mismo sitio el tiempo suficiente como para perder de vista los acontecimientos breves, esos chispazos que si uno se mueve resultan nutritivos porque de alguna forma aluden a la memoria, desde su insolvencia temporal un evento reclama captura y a cambio ofrece el vértigo de verlo desvanecerse.
Dos, refiere a las cosas, si acaso no me las inventé: están ahí, funcionan engranadas en un mecanismo preciso cuya finalidad (si la tiene antes de que yo la observara) es componer eso que llamaremos el paisaje.
A ver: una puerta de vidrio que desemboca en el túnel de Libertador al 5300; autos a razón de 15 cada diez minutos hacia ambas direcciones, minoría de taxis; un delivery, piso 5º; seis vagones del TBA, por lo general celestes y blancos, tironeados de norte a sur, de sur a norte, 24 puertas, 72 ventanas, repletos de gente (¿en verdad quieren viajar?); 4 canchas de tenis, 3 singlistas, 1 dobles mixto de viejos; 25 árboles descapotados y largos; 16 reflectores apagados; una bandada de palomas; un cielo; una sola nube inmensa (del tamaño del cielo); un avión Austral o Aerolíneas, 15 millones de pérdidas mensuales (¿nada se pierde, todo se transforma?); dos ojos; 39 comentarios sobre el clima; 45 buenos días; 61 buenas tardes; 3 hola qué hacés; 1 hola Juan; 37 sobres de correspondencia; 14 pisos; dos ascensores; 76 personas y tres paraguayas (es broma, por las dudas tengo un amigo boliviano, gay, judío, negro y con sida, pero lo discriminan por pobre y porque se come las eses); 1 ex comisario general, 81 años, dos caídas en lo que va de la semana, una en el baño mientras cagaba, una propina (o indemnización); tres resacas semanales garantizadas; 957 rubias con tetas de silicona; 957 morochas con tetas de silicona; 354 perros meones, cagones, comemierda, refinados, insípidos, repugnantes, insectosos, reventados y sus respectivas mascotas; 25 probables sospechosos y cómplices de comisión de delito iguales a mí si no fuera que vendimos nuestras horas repartiendo comida, cartas, abriendo puertas, descargando materiales de construcción masiva, por la puerta de servicio, claro, blanqueados pero trabajando como negros, hay que servir porque lo inservible se tira en grandes bolsas de consorcio; una sola pregunta, un solo lugar, una sola vida.

septiembre 01, 2009

CEMENTERIO MARINO

Llego temprano al trabajo. Pretendo culpar por esto a la tormenta Santa Rosa, al bondi vacío, a las calles acanaladas cuyas bocas se han tragado toda la tormenta. Ya no llueve, no hace frío. Prendo un cigarrillo, hago unas cuadras a pie, doy vueltas a la manzana. Intento no ser visto. Zabala y Soldado de la independencia. Me detengo en una pescadería, San Miguel, logo de caballito de mar.
El local es pequeño, huele a puerto de juguete, los pescados parecen muñecos de cera con ojos de idiota, crush dummies sorprendidos en la siesta. Sus cuerpos babosos sin escamas están dispuestos para brindarle al cliente la idea de un cardumen, imperfecto, desde luego, porque estos nadan en hielo. Los salmones y los langostinos juegan entre un abanico de sardinas y tres besugos enormes encabalgados, boquiabiertos, les cortan el paso.
El pescadero se encuentra detrás de las rayas gruesas de su remera y una boina roja, tiene un aire a Alberto Sordi cuando hace de gondolero en Venecia. Claro, aquí, salvo por la góndola de los mariscos y afines, ni asomo de la célebre ciudad. Además de que sería muy poco probable obtener un espécimen vivo de aquéllas aguas.
El ayudante es aún peor, si nos fiamos de las circunstancias (ha llovido y el día sigue prometiendo una tormenta de la que hablaremos un año entero), la ridiculez se atenúa: botas de goma y piloto amarillo. Bien puede ser que esto sea la isla de Gilligan o, más acá en el tiempo, nuestros Piluso y Coquito o, más aquí todavía, la escena musical donde Homero Simpson canta Under the sea.
En efecto, la estrategia resulta muy clara. A estos señores se les ocurrió que dar la impresión de ser pescadores recién desembarcados redundaría en beneficios. Continuando con esta línea de pensamiento, si tuvieran un bar le pondrían taberna y algo así como Bellaco y, por supuesto, se pasearían disfrazados de Jack Sparrow. Pero descuide, los manosantas y las famosas comadrazas que “unen parejas y amores por imposibles que parezcan” (justo lo que necesito, en serio) también se hacen llamar profesores o maestros, también exhiben, de algún modo, esas máscaras. Un diplomado, en este sentido, es un “careta”, muestra al mundo la manera en que hay que verlo.
Volvamos a los pescadores, que con ellos estábamos y después de todo ningún mal nos hicieron. Es sabido, cuando se pierde el original, la copia es el original. Después de esto nos resulta complicado eludir la conclusión de que estos señores no son nabos, son pescadores. El argumento lo rescaté de Umberto Eco para principiantes, como no podía ser de otra manera, y entre tantas cosas permite refutar el platonismo, suspender las certezas acerca de qué sí y qué no es original y, en esta circunstancia mínima, me permite un cierto consuelo (uno copiado, eso sí, consuelo de tontos, diría mi vieja) respecto de la distancia entre mi cuerpo y el mar. Digamos que estamos ante un consuelo por sustitución. Sí, usted ya lo adivinó, nos enfrentamos a la metonimia, aunque ahora con ella no me meto. No de otra cosa hablamos, asegura Günter Grass, cuando hablamos de felicidad. Algo similar ocurre en la literatura de Cortázar, aquello perseguido por los personajes cambia toda vez que ellos lo tocan. Suena tonto decir esto pero son perseguidores porque los objetos son fugitivos.
Lo explicaríamos mejor si pusiéramos en funcionamiento la idea de metas volantes, con lo cual una vez alcanzado cierto objeto de deseo, éste nos eyecta con sus resortes hacia otro, precisamente porque desear significa “aquí no estás”, no tener (¿significará no obtener?). De modo tal que el deseo original se deja sustraer por su copia. Y en la duplicación los fantasmas eslabonan las cadenas de poderosísimas anclas. Si creíamos que la metáfora del deseo era la navegación, nos equivocábamos, es la verticalidad. Una y otra vez, unos encima de otros, los estados deseantes se multiplican, alteran al cuerpo sintiente, funden aquella zona en apariencia superficial pero que en verdad es un pliegue de la profundidad, la piel.
El cuerpo se precipita en las zonas abisales, reino de la oscuridad y de lo intolerable, para, de esa manera, obtener el conocimiento de que lo deseado resulta un evento definitorio del ser. Lo llamamos conocimiento aunque se trate de una ¿experiencia?, intraducible, intratable por el lenguaje, siempre más acá o más allá de él, brinda acaso la única certeza a la que tendremos acceso: la plenitud se nos muestra inconfesable.
Al fondo hay una pecera. Pregunto si son comestibles. Me dicen que no y ríen. Pronto me doy cuenta de que la estrella de mar es una esponja, las plantas de plástico y de plástico también los caballitos de mar, atados por una tanza del todo invisible si no fuera por el nudo poco marinero en el extremo de la cola. El pronóstico sigue anunciando lluvia y la lluvia es como un anticipo del mar.