julio 08, 2009

CECIL PASTERNAK, PRÓLOGO A LOS PASAPORTES DE UN FANTASMA

no sé cuántas cartas de suicidio tiene que escribir uno antes de matarse de una buena vez. yo llevo cargadas veinticinco a mi cuenta y dos que ayudé a redactar a un primo que jamás cumplió y a un ex compañero de la escuela secundaria que jamás llegó a firmarla. tampoco sé porqué uno tiene que escribirlas pero lo hace y listo. sí, veinticinco, una por año, puedo agregar una más todavía, para no escapar demasiado de las fechas límites convencionales. a los veintisiete ya estás algo viejo y hasta te has acostumbrado al sufrimiento. si te matas no dicen pobre muchacho, imagínate qué podría haber hecho en el futuro, pues suponen que el futuro era esa edad y no había que seguir esperando, si no lo hiciste hasta ese momento ya estas listo, eres un perdedor. si te matas dirán ¿sabías que se mató? y responderían, tomando café en la oficina, mira tú, lo bien que hizo, era un charlatán y un inútil.
un requisito, desde luego, es el sufrimiento insoportable, otro la juventud, otro el talento, en el curioso caso de que desees suicidarte para la posteridad, para quemarles las pupilas con tu muerte y pagar la deuda de desprecio que tienes con el mundo. ayer revisaba las veinticinco cartas, perfectamente impregnadas de historias reveladoras, de heridas incurables, de pedidos de auxilio, amargas despedidas y luego miraba las manos y no, ni ellas ni yo habíamos hecho nada para quitarnos de esta mierda de planeta y aquí seguimos, escribiendo, ¿otra carta de suicidio?
por otra parte, me dio por pensar en los destinatarios, tan borrosos como yo, el verdadero centro de mi desesperación y al mismo tiempo el paredón adonde fue a dar tanto la noche de mi espíritu. por algunos de ellos, sin embargo, ya no merecía morir, aprendes esas cosas si dejas pasar el tiempo. otros ya ni sabía quiénes eran, pensar que les iba a confiar algo tan importante me dio risa, cómo es la memoria. un ejemplo de esto que digo es el de un tal albert zermatt. según se deja ver, se trataba de un editor o un publicista en la costa este, recomendado por mi buen amigo herbie mc intosh.
le contaba detalles de mi vida personal en un estilo neutro y riguroso, con gran deferencia le relataba mis infortunios amorosos, la ruptura de los vínculos familiares, las muertes que me habían rodeado y un sinfín de accidentes que habían conformado esa masa inestable al borde de estallar que era yo. por supuesto cumplía con adjuntarle mi obra inédita con el permiso de publicar, si así lo creía conveniente, la carta que le enviaba. pero supongo que concluir con frases del tipo "sin otro particular, lo saludo con mis más sinceros respetos" no ayuda demasiado. una vez redactada, debes matarte. lo digo como un consejo saludable, ahora que seguramente yo mismo estoy muerto. si estás leyendo esto, siempre decimos lo mismo, pero bueno, si lo estás leyendo es porque de hecho estoy muerto. si no, si todavía respiro y me cruzas por la calle, te doy permiso para que me vueles la tapa de los sesos de un escopetazo, a la larga el espectáculo no sería desdeñable, aunque también podrías atropellarme con tu auto, o con lo que tuvieras a mano, una roca sería útil o empujarme a un río, no sé nadar.
sobre cómo ponerle fin a mi vida también ensayé variantes. en las primeras cartas era evidente la influencia del temperamento adolescente. si no me ahorcaba, me lanzaba debajo de un tren o me hundía un puñal en el corazón. la adolescencia se notaba en que usaba palabras como puñal o corazón, desde luego. en una me llamó la atención un despliegue de lo que puedo llamar un exceso de imaginación mórbida. tras anunciarle que me ahorcaría a mi madre, en ese entonces destinataria de mis planes, pasaba a relatar cómo haría ella para darse cuenta.
tres días después de mi muerte, llegaría un pájaro con unas pelotas jugosas colgadas de sus garras, se posaría en la ventana y no se iría en horas, mi madre sacudiría la escoba y los trastos de cocina para ahuyentarlo, cuando por fin lograse su cometido, se daría cuenta de lo que eran esas pelotitas: mis ojos. mis ojos que la estarían mirando fijamente desde el más allá. en ese tiempo creía en el más allá. de inmediato acudirían mis hermanos y uno sostendría a mi madre desmayada, le echaría aire con un individual y el otro no sabría si llamar a la policía o a una ambulancia y al marcar atendería la oficina de los bomberos. por los aullidos, los vecinos se enterarían de la tragedia y lo comentarían en la tienda del viejo reilly, ese viejo chismoso y malintencionado. dirían que fue una brujería de los negros del otro lado de la ciudad y otros sostendrían que esos ojos eran una broma pesada de los italianos de la otra cuadra, que siempre andaban molestando a las viejas.
de inmediato se pondrían a buscar mi cadáver. mi madre sería la única en decir que yo estaba muerto. no demorarían en dar con el cuerpo, bajo un muelle, junto al basural. de algún modo las ratas se las habrían ingeniado para cortar el cable de la plancha y lonjearme crudo. las gaviotas y las anguilas harían el resto. uno de mis hermanos me reconocería por el cable, mientras estiraba el ruedo de su camisita algo avergonzado. un policía diría
por lo menos no se lo llevó la marea. no tardarían en enterrarme y olvidarme.
en el fondo le temo más al olvido que a la muerte. si alguien que no veo por mucho tiempo no me reconoce, siento que nunca existí. otro tanto sucede cuando me cruzo con ex novias, sobre todo si entre nosotros hubo algo que pensábamos que no sería tan fácil de olvidar. basta decir hola y detenerse en la sensación de que a partir de esa palabra todo está de más para entender que un muerto es siempre un muerto para alguien.
no queda demasiado que añadir aquí, otras muertes jugaban con revólveres y balas de verdad. mi padre tenía uno bajo el mostrador en la tienda, siempre a mano. lo habían asaltado muchas veces antes de que por fin se decidiera a usarla. cuando le dieron la oportunidad, le voló una oreja al ladrón, mató a una mujer negra y recibió un tiro en la garganta. los dos diarios que se encargaron del tema dijeron que mi padre había confundido a la mujer negra con un cómplice del ladrón. no debieron decir eso porque mi padre no se equivocaba de esa manera y porque después de todo ambos habían muerto injustamente.
aunque yo tenía la sensación de que eso había sido lo mejor. en secreto pensaba que a mi padre no le gustaba vivir, no estaba a gusto con su suerte. trabajaba dieciséis horas diarias en la tienda, no podía pagar un dependiente. se levantaba a las cinco y se iba sin hacer ruido, a oscuras, como si esa no fuera también su casa. lo veíamos muy poco, cuando enfermaba o decidía ponerle fin a su día un par de horas antes de las diez.
cuando murió, mis tres hermanos pequeños casi no lo conocían. lloraron durante el funeral y en el entierro pero la sensación era que lloraban porque mi madre los había obligado a ir y a hacer algo contra su voluntad y no debido al dolor de un niño huérfano. nunca les pregunté, no quería saber de cuánta soledad estábamos hablando cuando nos referíamos a mi padre como un hombre que había vivido para nosotros. entonces yo tenía doce años y recordaba haber conocido a un tipo distinto a quien sí podía llamar mi padre.
cuando dejábamos el cementerio solté la mano de mi madre y volví corriendo hasta la fosa, pateé unas piedras y retumbaron tan fuerte que pensé que había roto el ataúd. prometí no ser igual a él. por un tiempo eso me sirvió de motor para vivir hasta que un día eso también se esfumó y sencillamente dejó de importarme. ahora, viendo como han ido las cosas desde entonces, también debo anotarme entre los fracasados, la diferencia es que este fracaso es de mi exclusiva pertenencia, digamos que así corto la maldición hereditaria.
creo que mi padre no era tan mal tirador, de tan cerca jamás hubiera errado. mi teoría es que le voló la oreja al ladrón para obligarlo a responder y que después de todo sí mató a la mujer negra, porque no quería testigos de su cobardía. tarde o temprano hubiera usado la pistola contra sí mismo, lo sabía cuando escuchaba sus pies raspar el piso, ágiles por la madrugada y como si les costase despegar por las noches. en ocasiones, antes de marcharse, me daba un beso, yo fingía estar dormido, me daba la vuelta y lloraba porque no quería que se fuera pero éramos malditamente pobres, cómo iba yo a entender que a eso él le llamara su vida.
con el correr de las cartas cambié de atrocidad. ahora mi cuerpo debía estallar por dentro, por fuera debía dar la impresión de estar dormido, a lo sumo de ser un muñeco de cera. en todo caso ya no deseaba ser visto como soy debajo de mi piel, eso iba a ser un secreto entre la tierra y yo. así comencé a pensar en combinaciones de sedantes y veneno para ratas o bien fuertes dosis de seconal, que por otro lado usaba con frecuencia desde los veinte. la idea del veneno se me vino conversando con herbie. herbie era uno de esos tipos con los que uno jamás llega a ponerse de acuerdo y sin embargo no le provoca a uno ganas de molerlo a golpes, al contrario, quieres seguir y seguir hablando. menos esa tarde.
estábamos en un bar, muy borrachos, cuando pedí otra cerveza. herbie dijo que ya era suficiente, no tenía un dólar más, menos para una rata como yo. en la borrachera me sonó sincero y le di un puñetazo en la nariz que lo dejó tumbado un buen rato. unas prostitutas que lo conocían se las agarraron conmigo y también el dueño del bar. no me ofendí por estas muestras de solidaridad. casi siempre pagaba herbie, pero porque a mí los trabajos me duraban dos o tres semanas y la mayor parte del tiempo no hacía nada.
al día siguiente me lo encontré en otro bar y le pedí disculpas por el altercado y le pregunté si de verdad creía que yo fuera una rata. me dijo que sí con su gran sonrisa. era un buen tipo y jamás mentía, salvo a la policía, a los turistas y a un par de mujeres con las que no quería saber nada, pero ellas estaban enamoradas y no atendían razones. mira, me dijo, te lo diré porque eres mi amigo y te aprecio, no puedes vivir así. él se refería a otra cosa, a que no podía esperar dinero de los demás todo el tiempo, de todos modos me quedé con el sentido literal de no puedes vivir así. tenía razón, no podía vivir. hasta ese momento había sido una rata y era tiempo de envenenarla para librarme de una vez por todas de mi apestosa condición.
una vez leí un libro llamado vidas imaginarias, de marcel schowbb. me preguntaba en qué medida todas las vidas eran imaginarias y si a ellas les corresponden muertes imaginarias, si mis veinticinco cartas darían cuenta de tantas muertes, si en algún momento la sumatoria imaginaria daría por fin una muerte real, si tanto pensar en morir y no sería que ya estaba muerto desde mucho antes.
la verdad, la pura verdad, es que no me había matado porque hasta ahora no había encontrado el estilo más apropiado para mi muerte. una carta de esta índole tendría que significar la continuación entre la vida y la nada, no podría haber fisuras, en esas palabras debería latir eso que no puede más en contorsión con eso que promete ser. de hecho y no me importa cómo suene esto, escribir estas cartas de suicidio fueron para mí una cuestión de vida o muerte.


C. P.
new york, 1961

páginas 7 a 11, editorial verticales de bolsillo, 2009

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