mayo 29, 2009

DERIVARIO

COSAS QUE PASAN O RESUMEN DE DOMINGO

Soñé que me regalaban entradas para el arteba 09. Me recibían con una copa de vino tinto con forma de campana. Además me daban un beso húmedo en cada uno de mis cachetes. Soñé otras cosas pero me da vergüenza contarlas y todavía tuve tiempo de soñar otras pero se borraron hacia la tarde.

Apenas desperté supe que era muy temprano y que me dolía el cuerpo. Esa sensación dulzona después de haber ejercitado en mucho tiempo. Cuando todos se fueron anoche y dejaron la fábrica en mis manos, me puse a hacer ejercicios. Pegué el estirón, miré de una vez la hora. Me quité el calzón automático y al principio el agua fue un latigazo helado. Era la imagen de un domingo laboral: de pie y en marcha. Cuando se calentó me demoré jugando con los pelos de mi cabeza y de mi cara. Ya comenzaban a ganar confianza y se desparramaban igual a la maleza. Evité usar el jabón pero no quedaba otra. Me cepillé los dientes y me sangraron las encías. Sentí un dolor leve en la mandíbula, la última muela de arriba, del lado derecho. De inmediato vi un futuro cáncer de cara. Iría al odontólogo y este me diría pero por qué no vino usted antes, ahora es incurable. De paso conseguiría el certificado como quien compra un pasaje a Mar del Plata un fin de semana largo. La concha, el lunes será 25 de mayo y yo metido en este laburo. Me sequé, guardé en un tupper cuatro empanadas que habían sobrado de anoche y añadí dos rodajas de lactal, un pedazo de queso cremoso, un tomate y una manzana. Por alcanzar la tapa del tupper hice caer las ollas y mi amigo, medio dormido, gritó ¡bárbaro!¡te felicito!

Puse todo en un bolso y luego lo pasé a mi mochila, para evitarme el dolor de espalda. Las nueve. Había sol. Salí. Thames a pie hasta plaza Italia. Crucé Palermo Soho y Hollywood. Algunos mozos cerraban, otros recién estaban por abrir. No se sabía bien cuáles. Había mucha basura, mucha comida tirada a la basura. Conté mentalmente mis monedas. Me alcanzaba. Entré al super El Sirio. Compré un Trapiche malbec, $11, oferta. Pagué con tres billetes de dos y cinco monedas de uno. La cajera me entregó el vino sin bolsa y sonrió por las monedas. No me arrepentí. Retomé la calle.

Una pareja ocupaba toda la vereda. Ya no eran tan jóvenes, seguían jugando a serlo. Él hablaba de un anillo. Ella gritó ¡no me voy a casar con vos! Bajé al asfalto y seguí. Llegué a Santa Fe. Un cartel ofrecía dos Quilmes por 20 y dos Estelas Ortiz por 30. Naturalmente miré adentro, sin entrar. Me metí en el jardín Botánico. Había un conjunto escultórico titulado Saturnalia, borrachos bailando abrazados. Las culturas no cambian demasiado cuando están borrachas. Me acordé de los carnavales de Humahuaca y de Tilcara. Una de las estatuas, una mujer de tetas al aire, tenía un agujero en la boca y las manos hacían notas en el aire, alguien se había robado su instrumento, y un gordo, viejo, con la pata devorada por la corrosión del aire libre, estaba tirado del pedo. Había muchas más estatuas, casi todas desnudas. Me excitaban, como es de prever.

El sol apenas entibiaba, muchas sombras, fuentes, viejos sentados, muchos viejos, o caminando lento, y gatos, sobre todo gatos, gordos y gigantes. Las panzas les colgaban, trepaban a los árboles y desde ahí maullaban, o corrían entre los arbustos con las colas duras y paradas semejantes a monos. No se dejaban tocar a menos que les ofrecieras comida. La gente les dejaba alimento en el suelo o los llamaba y los dejaban comer de sus manos. Algunos eran muy peludos y otros muy negros y los esquivé.

Todas las plantas, hasta el más miserable de los yuyos, tenían un cartelito con información sobre el origen geográfico, el nombre científico en latín y, rara vez, la mención de su nombre popular. Quise averiguar si esos serían los verdaderos nombres de las plantas o en todo caso si alguien les había preguntado cómo les gustaría llamarse. No había nadie con cara de informado. Pensé en anotarlas. En realidad no tenía caso, no podría hacer nada con ese conocimiento. Seguí andando y me encontré una tuca muy negra.

El viernes me había fumado la última que me quedaba. Reseca, de dos meses. Me dejó salame de contento. Era mi día libre y necesitaba ver caras, marejadas de cuerpos. A las dos cuadras ya era demasiada información. Había olvidado por un rato la costumbre de pasear furtivamente. El roce casual me dio algo de miedo, un escozor parecido al reencuentro y a la pérdida. Después me encerré en el mp3 y me entregué al bamboleo. Soundtrack para las dos de la tarde, Suárez, era la hora, la llanura no es el paisaje sino que vamos en ella, era la hora entre dos luces. Cuando murió la batería ya estaba intoxicado de sonidos. El hambre otra vez.

Esa tarde fui al Once. A cambiar monedas. En el camino me di cuenta de que hasta ahora no había ido, tan sólo sabía cómo llegar. A veces uno confunde los términos y se contenta con ese pobre conocimiento. Será que seguía de la cabeza: advertí eso que los sociólogos, los antropólogos y los porteños cuando son turistas llaman paisaje latinoamericano. Las veredas estaban infestadas de medias de toalla, útiles escolares, camiones que se dan vuelta y siguen andando, africanos con portafolios llenos de oro, canas de la federal, uniformes escolares entreverados con piernas azules, verdes, bordó, manos apostando algo invisible, olor a media tarde masticada con asco, orgía de voces entrando y saliendo de la espesura de bocinas y frenadas, subte A, plaza Miserere, carritos de café, bosta de perros.

Me di con que además de no haber ido nunca, ni siquiera me había dado el tiempo de imaginar cómo era. Fui hasta la empresa del 68, tanteé mi billete de 20. No tuve éxito. Le eché una ojeada a Cromañón. Miré mis zapatillas. Algunos sacaban fotos. Las comparé con las zapatillas colgadas. La idea cruzó mi cabeza, la mujer policía sentada en un costado, durmiéndose. Volví a mis zapatillas. Saqué un Viceroy, se me hizo que pedir fuego sería de mal gusto y lo volví a guardar.

Entré a la estación, ubiqué la ventanilla de las monedas y la fila me volvió a poner en la vereda. Era tan larga que cuando llegué hasta la última persona le pregunté con mi mejor cara de estúpido si esa era la fila para conseguir monedas. Se rió y me respondió mirá si encima te equivocaste. Ahí tuve la intuición del tobogán y de los trampolines y de los archipiélagos o como quiera llamarlos, natación, conocimiento, saltos ornamentales, deriva, irse por las ramas. No precisamente ahí, pero ahí supe que lo escribiría.

Desde que conseguí este laburo en el Tigre mis días se esfuman líquidos. De la casa al trabajo y al revés. Salvo que esta solución resulta fácil y cómoda, me supone inmóvil mientras las horas revientan como burbujas de jabón y eso no es cierto. Para probarlo está el tobogán. Pienso que los días iguales existen cuando uno se resigna y ya no permite que le pasen cosas. Dicho de otro modo, deja de tener potestad sobre las cosas que le pasan y eso conduce a la penosa sensación de estar viviendo en el interior de un tubo digestivo, acaso una versión del tobogán hecho para la mierda.

Para mí el asunto es simple, porque es claro: me pagan por sentarme a mirar si la quietud de la fábrica se altera y eso nunca sucede, tampoco ansío que eso ocurra. Simplemente miro y anoto de vez en cuando “17: 30 sin novedad” en un cuaderno que, curiosamente, se llama de novedades aunque no las contenga. Uno esperaría hallar tesoros desmesurados en un cuaderno con nombre tan prometedor. No me demoro en innovar el estilo de la escritura sin novedad, en cambio prefiero pensar en el tobogán. Durante ocho horas no haré más que pertenecerme. Enciendo la radio o la tele, escribo, dibujo, persigo la lectura de Así hablaba Zaratustra. Encamino mi quietud hacia otros rumbos. Suponiendo que la vida sea que te pasen cosas, a esta vida le pasan cosas que no se pueden ver porque estoy solo y porque miro hacia adentro. Se engaña quien supone aquí una especie de justificación o pavo consuelo, yo estoy de vuelta en el jardín de infantes.

Cuando la enredadera entra en recesión, el tobogán me entretiene. O era que la enredadera se llama también tobogán o archipiélagos o tantas cosas como gotas hay en el mar. Cuando me arrojo, al recibirme ya no soy. Me voy desanudando de mis párpados pesados para ver como los peces. Comienzo con la memoria inocente, lo aprendido hoy servirá de escalera al tobogán mañana. Conozco pues que la necesidad requiere invención, de otro modo, ¿cómo encontraríamos aquello que no existe pero tan sólo para nosotros tiene que existir?

Nietzsche dice que escribir es bailar sobre las cosas y en otro lugar que no podría creer en un dios que no supiese bailar y más allá aún dice que la condición de la divinidad se asienta en que haya muchos dioses y no un Dios. Me da mucho gusto haberlo encontrado, a Nietzsche, justo ahora. En parte porque me acompaña a jugar en el tobogán, en parte porque su canto me hace bailar y este baile inventa el movimiento. No sé entonces si los días se repiten, si yo es igual a diario, si yo no es más que un artilugio del lenguaje. Los círculos no son perfectos, tienden a las formas espiraladas, juegan a la dispersión del humo de esa tuca negra, acaramelada en medio del Botánico.

Quise prenderla y salió un boludón de entre los yuyos. Se hacía el gracioso con su familia, jugaba al asustador. Hice media seca, sentí sabor a combustible, merca o base. Lo guardé para la tarde, envuelta en un metálico y al bolsillo de la camisa. Cuando me metieron en cana por intentar fumar un porro en un corte de ruta docente, el tipo del juzgado me preguntó dónde conseguía la marihuana. Le respondí que era muy fácil, a veces ni tenías que ir a buscarla. Pero claro, él quería desbaratar las redes del comercio y volvió a preguntar, no hacen falta nombres, dónde. En las calles, le dije, yendo a pie. Ellos lo saben, por supuesto. Una ex novia, bah, no era exactamente eso pero ahí vamos, quería obligarme a renunciar al faso por amor a ella. Lo hice por escasez de recursos para comprarla, pero cuando me encontraba tucas, ella creía que esto era imposible. A lo mejor le faltaba imaginación o no tenía el imán que tengo yo.

Me había enterado unos días atrás que Rodrigo España escribió una crónica sobre una manifestación relacionada de algún modo con el cannabis en Rosario de Lerma. Intenté imaginar qué diría y también cómo me lo contaría él. La noticia había salido en los policiales del tribuno. De Narváez tiene un slogan pegado a su cara sonriente de ojos chiquitos: Un plan simple. Un delito. Un castigo. Pero ¿cuál es el delito? De cerca no es tan simple. Una banda de reggae, que como toda banda de reggae es de ahí para ponerse nombres ridículos, se llama Las plantas no pecan. Las personas tampoco. Los autores de las pintadas deberían desmentir al tribuno, si es mentira, claro, acerca de su arrepentimiento por haber dibujado una hoja de marihuana en una pared y acerca de su promesa de encaminar sus vidas. Además, ¿por cuál camino? ¿Adónde conduce? Mirá dónde llevaron las drogas a Charly García y a Cobain. Bueno, el talento y las discográficas.

De todos modos, no incitaría a nadie a consumir nada. El consumismo nos consume. Incitaría a la gente a irse al carajo, eso sí con gusto. Viajar por el mundo, darle la vuelta, darlo vuelta, sería un derecho humano de lo más bonito. Además, cómo es que nadie investigó la última convocatoria del Diego contra Panamá. Los avispados del SEDRONAR cómo no se dieron cuenta de los dos infaltables que se vienen en las concentraciones: Pappa y Canuto. En vez de eso, hacen escándalo por una hoja que ni siquiera se puede prender fuego. Siendo que hay cosas mucho más importantes, como el gol de Messi en la final de la Champions o la visita de Menem a Gran Cuñado, sin mencionar la mano dura de Scioli o la amenaza de chavización del país (no se sabe si es un virus venezolano o mexicano, terminás diciendo aló o zas, zas, y que luego, y que iba, y que zas, zas, pataleando como un energúmeno porque será lo único que podremos hacer).

El problema surge del temor y de la creencia. Se empieza por creer que la razón está de un solo lado y luego se teme que alguien se vaya por las ramas, se desvíe del gran tema de la razón, la Ley. Pero se cree tanto en ella que ya no es posible pensarla. Ni siquiera se habla de la ley, se es hablado por ella. La supuesta normalidad adquiere la forma hipervaluada de un conocimiento probado y aceptado por naturaleza. La confrontación surge si otros quieren decir para desviarse del tema, no tanto por lo que puedan decir como por el hecho de manifestar el deseo de apoderarse de la palabra.

Quien toma la palabra le dice al otro, además de su mensaje, que ahora él también sabe cómo mantenerla y esto supone una instancia de poder: ahora puede pensar si se la concede o no, si se la devuelve o no, si cambia de tema o sigue diciendo lo mismo. Para quienes solo pueden conocer el único tema de la razón, perder el turno en la conversación significa quedar expuestos en su ignorancia. Al poder, cualquiera sea su aspecto, solo quiero pisarle la cabeza y bailar sobre su cadáver.

Desconfío de quienes hablan por los demás, de quienes dicen qué hacer, de quienes hablan como marionetas, de quienes sólo dicen la verdad.

Mi paso por Betania, jardín de lo espantoso, y la fuckultad de humanidades, penitenciaría pública, me permiten desconfiar a mi gusto. Quienes creen tener la razón, con el tiempo someten a los demás a ella a través de los discursos pedagógicos y preceptivos. En Betania te decían quién eras y por qué eras así, para luego informarte los pasos más seguros hacia la normalidad. Eras un miserable que había perdido el rumbo de tu vida por exceso de tiempo libre o porque no sabías lidiar con la realidad y huías, tenías problemas de autoestima y toda la vida necesitarías las muletas del afecto y la contención del trabajo, la familia y la vida civil en una sociedad donde los buenos no iban a ganar pero tampoco perderían por goleada. Por el módico precio de tu conciencia, Betania te ofrecía la inmediata incorporación a un medio social mediocre, a una vida pestilente y tediosa, a una normalidad sin estrías y en condiciones de dependencia. Si abdicabas y te convertías en una materia plana, ya estabas listo, el puesto era tuyo, socio vitalicio.

En una reunión de grupo dije que me transportaban los paisajes de la Caldera, las mujeres, un litro de agua mineral y viajar. Yo estaba contando algo real, pensaba en Baudelaire, el poema Albatros. Con o sin drogas, la cuestión siempre había pasado por pensar y pensar significaba buscarme la libertad. La psicóloga dijo que yo estaba ahí por consumir drogas y no por mis viajes mentales, ahí estábamos para rehabilitarnos. Era descorazonador, no compartía casi nada con ninguno de los drogones, ni siquiera el hecho de haber usado drogas servía como excusa. Eso era Salta, para mí eso era Salta, mentes obtusas, cabezas con anteojeras de caballo en pleno ejercicio del poder.

Ver a los drogones llorar, contar miserias ante extrañísimos, desesperarse, ver cómo los profesionales les ofrecían un ancla y ellos, carcomidos sus cerebros por la institución, ponérsela al cuello, era terrible. Sometimiento y humillación, a eso conducía el poder de convencer. La institución no quería que le hablaras, no podía perder su tiempo, había otros ahí, haciendo fila para ser convencidos. No querían conocer tu vida, te obligaban a contarla para usarla en tu contra. La verdad de tu vida representaba un cúmulo de errores y con eso te daban en los huevos, en las rodillas, en los ojos, en el culo, en las costillas. Nos rehabilitaban.

Muchos se habían vuelto autómatas. La institución había logrado convencerlos de lo peor que se puede hacer creer a alguien, que era imprescindible. No los habían curado de la adicción, habían operado una movilidad del objeto. Muchos no se irían en años, no querrían. La perversidad de quien te ayuda no tiene límites. Y ellos decían ayudarme. Después de eso estuve muerto casi un año. No me salían las palabras para exorcizar mi mente. Necesito escribir para ser libre, ahora lo sé, y no podía. Era muy simple: tenía que sobrevivir a un intento de lobotomía y encima odiaba a todo el mundo. La libertad no era eso ni cagando. Quería decirles a las personas lo que me había pasado pero me miraban con cara de no es para tanto. Y a los drogones me daban ganas de darles un chirlo para sacarlos del sopor, si nomás se drogaban para estar opas, eso era hacerle el juego al poder. Entonces creía que había que actuar en contra, siempre en contra de algo, pero hacerlo de manera coherente, que hubiera unidad entre pensamiento y acción. La autodestrucción masiva no me sirve. Ahí aprendí que no puedo hacer nada por nadie, pretender cambiar lo que son o creen ser es ridículo y violento, sólo por mí puedo hacer y eso me permite zafar.

Con ciertas salvedades, ciertos detalles siquiera en apariencia más sofisticados, los mecanismos en la fuckultad no difieren demasiado en cuanto existe la necesidad de convencerte, de sacarte de lo que eras para hacerte ¿mejor? Además, quiero ser claro en esto, mi intención es que alguien se enoje, al menos en señal de vida.

En una carrera tan increíble como letras, uno siente el espanto del desierto cuando no sos ni místico ni tuareg, tan solo un aviador estrellado. Es sorprendente con cuánta marcialidad, con cuánta mala conciencia, cuánta mezquindad se acercan algunos seres a la literatura y al conocimiento en general. Pero extraña porque uno les atribuye cierta sensibilidad por el arte. Tampoco hablo solo del desencanto de quienes abrigan sueños de convertirse en escritores (por si no lo sabían, en la universidad se hace carrera de escritor frustrado), si no también de quienes buscan conocimientos, de quienes se apasionan cuando ven el pensamiento escandido como un vino que nos alegra y nos bendice, hablo de quienes sienten sed y en cambio mueren de quietud en la llanura.

Apenas unos elegidos parecen acceder a esa mercancía de segunda mano que públicamente se ofrece con regateos. De todos modos, entre tantos delirantes con dedicación exclusiva en el relleno de cerebros, hay otros más sensatos que optaban por permitir que otros pensaran por su cuenta. Uno no hace que el otro piense, eso es algo que se deja hacer al otro.

Cabe la posibilidad de un estado de misantropía no declarado y cuya conclusión más lúcida podría conducirme a la siguiente afirmación: el problema, si lo hay, es yo. Incluso entre drogones, supuestamente liberados de tantos lazos de esclavitud mental, pude percibir ese furor por convencer. Especie de rehabilitación al revés (¿deshabilitación?), la última vez que compartí drogas con amigos, intentaron convencerme de lo espantoso de la normalidad sin percatarse por ello de la violencia con que la razón los iba tironeando para su lado. Según ellos, yo debía actuar como un drogado, lo cual suponía la existencia de una ley. Como tenían el espíritu gregario y la solidaridad no la tomaban en cuenta, procuraban arrastrarme por la fuerza. Debido sobre todo a esto, extirpé esa amistad con el objeto de perder peso.

En el fondo, nadie tiene razón. Buscamos engañarnos porque tenemos terror a la inocencia, a lo que podríamos hacer con nuestra libertad. El razonable, al parecer, busca culpables para lo que no es razonable o no está a la altura de su razón y pide castigos. Quien busca convencerte de que lo suyo y únicamente lo suyo es bueno y correcto no te hace bien porque primero ha tenido que llevarte a la convicción de que lo tuyo no es ni bueno ni correcto y por eso debes despreciarte. Tengo para mí que renegaría hasta de mi sombra, pero solo con tal de seguirme a mí mismo.

Por eso desconfío de quienes hablan en nombre de otros. Porque le roban el nombre, le arrebatan la voz, en vez de hacerlos fuertes, les dan el peor de los regalos: los suponen incapaces, débiles, inferiores y por lo tanto le conceden eso que ellos no desean para sí mismos, la otredad como infamia, como estigma. Creen redimir de esta manera a los otros, cuando en realidad se redimen a sí mismos de una forma cobarde porque usan aquello que no les pertenece. En este sentido soy bastante optimista: no creo ni en la revolución ni en los desvaríos de la derecha. Si en algo he de creer, será en mi casa: mi cuerpo que me llevará desnudo a mi verdad. No quiero otra cosa que entrar en mi casa desnudo de verdad.

De allí mi sospecha acerca del malentendido como punto fundamental de la comunicación y el conocimiento de los demás. Entender, ponerse de acuerdo, supone instaurar una ley y con ella lo permisible se contrae a la estrechez de lo permitido y lo sancionable, la inocencia desaparece para dar lugar a la culpabilidad y los prejuicios. La realidad se asienta sobre las ficticias razones de la sujeción y el hábito, es decir, en el hecho de haber decidido que era mejor ponerse de acuerdo y por lo tanto detener la marcha de las palabras en vez de seguir hablando e irse por las ramas, tentar la espesura, irse para adquirir el único conocimiento posible: no se puede volver.

En fin, alcé una maderita sucia del suelo, me senté en un banco y me comí las empanadas bajo amenaza de gatos. Salvo la de carne, las otras no respetaban la forma empanada, parecían traídas de un universo donde los nombres desafían a los objetos, les orbitan y funcionan más bien por atracción gravitatoria. Le di una parte a un atigrado pequeño, un viborón bebé. A los gordos cabezones les pintó el arrebato y no hice justicia. Saqué mis lápices de colores. Faltaban dos horas para el 60.

Me puse a dibujar en la tablita algo que me trae obsesionado. Puede parecer contradictorio, una fijación, justamente. Acaso por eso la dibujo, para volatilizarla. De ese modo le pongo máscaras y no puedo decir detrás de cuál está. Por otro lado, no soy el único en pensar así y tampoco me doy fácilmente a la arrogancia de creerme el más original de todos. Se trata de una mujer desnuda y naranja en el fondo de un océano, no tiene boca, sólo ojos. No sirve de gran ayuda el hecho de haberle puesto a un conocimiento y a otra la ella nada o la honda nada, sobre todo porque cuando uno se acerca a una intuición parece alejarse cada vez más de lo que intuía.

Me tomé mi tiempo. Ya la tenía imaginada, soñada y los dedos percutían endulzados de placer. Al final nunca sale igual, no sé si sea bueno o malo, aunque jamás se niega a salir. Quedé contento con el resultado. Después de todo no soy un gran dibujante y si lo hago es porque mis palabras ya no alcanzan. Y por supuesto, esto también significa bailar sobre las cosas.

Hacia los últimos colores, una pareja de brasileños me preguntó dónde quedaba el jardín japonés. Me sorprendió más verme responder con demasiada suficiencia que el acento de la chica, con todo el aspecto de ser la hija desabrida de su esposo jubilado. Me sorprendí porque lo ignoro. Mi voz venía de un lugar donde no estaba, sólo quería decir algo, no ayudar, ni siquiera a mantener en buen estado las relaciones bilaterales. De paso, por un rato me adueñé de esa duda. Tan despejada está mi cabeza ahora que muchos conocimientos obligatorios reposan en la fuckultad que me permito estas ridiculeces con placer.

Señalé un punto preciso a diez cuadras sobre Libertador mientras en mi cabeza se perfilaba un lugar que lo mismo podía ser Tokio o el living de Pat Morita. Hasta le aconsejé tomar un bondi en las Heras. Me preguntó ¿cuatro cuadras? Sí, dije, diez, esta vez apuntando en dirección opuesta. Se fueron despistados y siguieron dando vueltas un rato más. Consulté mi guía T y aún no sé dónde queda. A lo mejor los únicos mapas confiables sean los descritos por jota ele be, esos cuyas dimensiones coinciden con los del país.

Guardé mis cosas. Mediodía clavado. Hora del tragamonedas. Estaba contento y con energía. Esto no se dice a menos que sea cierto. Vibró mi celular y recordé porqué había desactivado esa opción tanto tiempo. Como si les costase, llegaron unos mensajes de mi amigo: me pedía repasar los azulejos del baño. Demasiado tarde: ¿me tomaría lección? Frenó el 60. Le canté 1,75 al chofer. Mentí porque de otro modo no me alcanza. Estuve cuadra y media metiendo monedas de 5. Oí la voz del chofer y me paralicé. Sólo acepta veinte monedas, dijo. ¿Cuántas voy? No respondió. Terminé de perder mis chapitas. Por ese precio, el boleto me informa que debo bajarme en un vaporoso lugar llamado ALTO ALTO SAN ISIDRO y a veces PANA 3 ACCESO, pero nunca cerca de donde voy.

Me senté al fondo y saqué a Nietzsche. No lo leí por un rato. Algo parecido a una guerra silenciosa se orquesta en estos viajes. Ellos, los del 60, pasan cuando se les ocurre. Yo pago 25 centavos menos de la tarifa. Quería escribir un poema de protesta sobre esto y repartirlo entre los pasajeros o pegarlo cerca del timbre pero me quedé en la dedicatoria o en la primera línea, andá a saber: a los putos del 60. Me pareció justo y suficiente. El otro día escuché al chofer decirle a una vieja fea del primer asiento 1,75 es hasta el acceso, hasta aquí son 2,25. Miraba por el espejo. Después su voz se perdió en el acelerador del verde y la vieja me miró complicitada con el chofer, ese es el tipo, todos los días lo mismo, y su mirada parecía acusarme hasta de haberle arrebatado la virginidad a su hija o a ella, porque era tan fea que seguro seguía siendo virgen.

Cuando agarramos Luis María Campos subió una mujer cargando una torta. Feliz cumple, decía con letras de chocolate. Su marido y su hijo, de mi edad, le hacían compañía desde lejos. Ella se acomodó a mi lado y ellos por la zona del medio. No podía dejar de mirar la torta y las uñas de sus pies pintadas con estrellitas. Le pregunté si viajaría lejos. Dijo hasta Pacheco. Bastante lejos. Sí, es el cumpleaños de mi hermana. Después de un rato comenzó a reírse. La miré y me condujo con la mirada risueña a una mancha de crema en su remera roja y apretada. Intentó quitársela y se la desparramó sobre una teta. Rió con más ganas. Al fin pudo quitarla y se limpió en el costado de la bandeja. En mi bolsillo tenía un pañuelo descartable. El hijo nos clavaba los ojos desde hacía un rato. Abrí mi libro en De las viejas y nuevas tablas. Cuando agarramos Cabildo me cambié a la fila de uno, el marido tomó mi asiento.

Abrí la ventana, dejé correr el aire, permití al viaje llevarme a otra parte. La proa de un barquito, el viento me pintaba los párpados de rojo, el mar salaba mi cuerpo. Metía un dedo para tocar la inmensidad y ahí estaba ella, la ella, nadando, sonriente, para mí, ella pescaba al revés y me dejé imantar. Todo era como la parodia de la sirenita en uno de esos capítulos donde Homero tiene que huir de Springfield y se pone a cantar Under the sea. Me despertó mi propio ronquido. A veces pasa. A mi viejo le pasa todo el tiempo.

Cuando mirábamos la tele, en un momento se le vencía el cuello y con cara de tonto caía hasta hacerse añicos en un ronquido espeluznante. De inmediato se despertaba sobresaltado y nos miraba como si fuésemos los culpables. A los tres minutos de nuevo y nos reíamos. Entonces se iba a la cama. Muchos recuerdos de mi viejo lo traen dormido. De pie, con la cabeza apoyada en la pared, haciendo fila para pagar alguna boleta, en el bondi, de rodillas, en la iglesia, en la reunión de padres de la escuela. Pero lo peor de todo es cuando me llevaba en auto.

Al principio no te dabas cuenta, ibas charlando de lo más bien, con la vista al frente y de manera suave, la voz de mi viejo comenzaba a menguar hasta un borbotón y el auto parecía detenerse o tener hipo y zigzagueaba. Para evitar la muerte hablaba mucho con él, le buscaba temas de su interés, como mi vieja, uno de sus temas preferidos, a veces ni eso funcionaba y ahí estaban los sacudones.

Los otros recuerdos lo tienen levantando basura. Una vez cayó con unos cilindros de acero oxidados para fabricar una amasadora gigante para el pan. En el fondo, su obsesión es hacer pan y fabricar hornos. Por eso cuando apareció con un tacho de 100 litros de combustible vacío y fabricó un horno con eso, nadie se sorprendió, tampoco cuando no funcionó. Lo había colocado sobre un montón de piedras y lo rodeó con ladrillos y barro. La primera lluvia del verano acabó con el invento. Todavía puede verse junto al limonero. Él piensa reconstruirlo pero ya tenemos uno inmenso en la cocina y no tiene caso. En el fondo, entre la maleza, hay otros cadáveres de hornos, uno que fue un lavarropas vertical que quemaba la comida y a mi mamá y otro que fue tacho, luego almácigo y luego chatarra podrida.

Siempre aceptábamos estos delirios de manera natural y lo festejábamos. Sus inventos siempre terminaban en otra cosa. Una vez nos despertó de madrugada excitadísimo porque en la ruta habían atropellado un chancho gigantesco y quería volver con nosotros para cargarlo en el baúl. Supongo que lo hubiésemos cocinado en uno de sus hornos. Cuando lo convencimos de su locura se contentó con decir que después de todo ni siquiera teníamos un freezer para guardarlo.

Llegué a la parada como a la una y diez. En cincuenta minutos tenía que entrar. En veinte estuve en la puerta. Hola Alfonso. Hola. Cómo le va. Bien, bien. Con Alfonso casi no hablamos. Lo veo seis veces por semana a las dos de la tarde. Si llego temprano, permanece hasta cumplir acabadamente su horario y recién se va. Hoy le dije vaya nomás, ¿qué vamos a hacer acá los dos? Ni siquiera me dio la razón, cazó el casco y se fue en la moto. Dejó la tele en el TC 2000. Puse una radio cualquiera y comí en perfecto desorden y lentitud. Me tomé un café. Dejé los zapatos afuera, cerca del pasto, después colgué mi camisa y mi pantalón en el perchero. El calzoncillo tardó unos segundos.

Agarré una tijerita y un peine de la mochila y en el baño me corté los pendejos. Los tiré al inodoro. Llevé una silla, me trepé para ver cómo quedaba en el espejo. Me lavé y sentí un poco de frío. Para calentar me masturbé frenéticamente. Después me tomé medio litro de agua. Me sentí vigoroso y comencé a hacer ejercicios. Puse Amadeus. Pasaban los Caprichos de Paganini. Dejé a mi cuerpo seguir las cuerdas del violín. Comencé a transpirar de una manera bastante feliz. Ya estábamos en el ritmo, mi cuerpo y yo, cómplices del calor.

Volví frente al espejo. Los movimientos parecían de otro cuerpo. Sentía diferente a cómo se veía. Cuando me detuve a tomar aire, escuché un ruido en el portón. Era el dueño de la fábrica con su hijo. La ventana no permite ver desde afuera hacia adentro. Me escurrí por debajo de la mesa y me vestí sin ponerme las medias ni el calzoncillo. Abrí la puerta temblando de cansancio y de sorpresa. Estaba en el baño, mentí. Ni eso te dejamos hacer tranquilo, cortó en seco. Pasaron y el viejo tiró un qué tal que era al mismo tiempo un reto por mi aspecto de ciruja estragado por una peste. Anoté la novedad en el cuaderno. Tomé aire, ahora sí, de verdad. Y más agua, mucha agua. Me senté y volví a leer Zaratustra. Se fueron a la media hora. Lo anoté en el cuaderno.

Di una vuelta. Volví a leer. Tomé otro café. Esperé todavía un rato y desarmé una lapicera para poder quemar la tuca. Ahí me di cuenta de que había perdido la mía y usé la de Barbie con que escribimos en el cuaderno. Era dura de quemar. Estaba demasiado aceitosa. En vez de brasa hacía una llama con humo amargo y se apagaba. La hice tirar unas tres veces antes de matarla por completo. Sólo al final hubo brasita roja y sabor dulzón. Me quedé frente al espejo, viendo el tamaño de mis pupilas con y sin luz. No hacía la gran diferencia. Sentí frío en las manos y en los pies y el estómago se anudó revoltoso.

Me invadió el desasosiego instantáneo de los residuos de merca o base o andá saber qué. Las pupilas se hincharon y ya ni pinchándolas. Ese era yo ahí. Salí a ver el atardecer, a comprobar si el frío brotaba de mí o era un aviso de las horas. Los atardeceres son naranjas, el cielo parece un océano interminable, salpicado de islas congeladas que se fueran deshaciendo. Quien no lo haya visto no conoce los crepúsculos. Algo en mí preguntaba si era yo, si yo era eso ahí en ese momento. Insistía. Seguí mirando el sol enfriarse, simple, agotado. Prendí un pucho alzado del suelo, para distraerme, para traerme de vuelta. Sos vos y la sombra, pronto pasará, siempre pasa, la dureza nunca dura, y entonces la calma chicha, el sondeo de los insectos terrestres, la orientación lenta de los objetos hacia la oscuridad, la acumulación de sonrisas en la cara, pesadez de vidrio en los ojos. Esto también lo conozco y me guardo de la desesperación.

Anduve descalzo un rato más, el césped había crecido, en el aire pasaban aviones hacia el sur, siempre hacia el sur, y pájaros, pájaros confundidos con las ramas de los eucaliptos, ladrar de perros en carrera tras los caballos y al final del convoy un adolescente de remera roja y pantalones cortos, también descalzo, montando en pelo. Intenté preservar las sensaciones para repetirlas en otras soledades. No hubo forma. Guardé silencio un rato largo. Se puso frío en serio. Pensé en el cachorro que había vivido aquí tres días. Se fue ayer. No le puse nombre, estaba hecho para irse. Mejor así, acá algunos lo empezaban a llamar Toby. Lo miraba deseando que no reaccionara. No se reconocía, seguía en lo suyo: dormir y salir a la calle. Mejor así.

Prendí las luces, otra vez Paganini. La serenidad dominaba ahora. Comenzó a descender una neblina espesa y tomé más café, más fuerte, más caliente. Retomé unos poemas dejados unos días atrás, les busqué la vuelta, el tono, los respiré pero al final siempre terminan diciendo lo que se les da la gana. De nuevo la obsesión, la fijación y el rodeo: uno se llama de.mora y el otro ahoga.dos. Yo digo que dicen una cosa por otra, ellos no sé qué dirán. Embarcado por esta respiración volví a dibujar puros colores cálidos, no dejaría ganar a la noche. Ella siempre es un remolino.

El día siguió produciendo su historia hacia las nueve cuando comencé a escribirlo, es decir que al final del tobogán se confunden las cosas, se amasan, se buscan imantadas y ya es como si hubieran nacido pegadas. Ahora se trataba de la escritura y no de lo que pasaba. Solo me estaba dada la invención. A las diez llegó mi reemplazante, el suplente de los domingos y que veo dos veces por semana. Apenas entró comenzó a hablar, no se acordaba de mi nombre pero qué más daba. Se reía porque cuando se metía al baño a cagar, un bocinazo lo obligaba a salir y abrir el portón. Sí, es una maldición, le dije, porque pensaba parecido.

Caminé desabrigado hasta la parada del 60. Hubiera escuchado el pronóstico del tiempo. Saqué un lápiz de color, el negro, y seguí escribiendo. A los cuarenta minutos pasó el puto del 60 y volví a mentir sin ganas 1,75. Me ubiqué al fondo. Detrás un tipo tocaba la armónica muy mal y ponía unos blues en su celular bastante acertados para la neblina. Seguí escribiendo, pensando cada frase y aprovechando las paradas con premura. La gente llenó la unidad con sus mejores vestidos. Ahora les tocaba conocerse con la noche un domingo. Un tren se había prendido fuego cerca de Pacheco y muchos venían de ahí, hablando del tema, extraños reconociéndose en eso que hace un rato les había pasado solamente a ellos. Reían y a veces las llamas permitirían iluminar el fondo del mar y otras no era para tanto.

Me bajé en Thames a las 0:30. De ahí diecinueve cuadras a pie. Llegué a casa a la una. Me encerré en el baño desnudo, hambriento, seguí escribiendo sin hacer ruido. El tobogán llegaba a su destino: una isla, por ambos lados islas, yo vivo entre estos archipiélagos, los toboganes son míos, me llevan a distintos puntos, a veces una huella en la arena delata la presencia de otros o que yo estuve ahí, aunque es decir lo mismo. 4 a.m. desemboco en el mismo mar donde lo hacen las cosas que no tienen cabida aquí. Por fin, oscurece sobre cada átomo.


mayo 28, 2009

mayo 27, 2009

LA ELLA NADA


ERA LA HORA ENTRE DOS LUCES


AHOGA.DOS

te busco en mi ojo
me ves en tu ojo
lo abro
a tu ojo
y lo dejo cerrarse.
tu ojo.

tus labios
partidos
aplauden
me hunden
tus labios
me anclan
me ombligan
al fondo.
tus labios
idos
hilachas de respiración
jirones rojos
envuelven
ajados.

los peces
a toda luz
traban conocimiento
con tu boca morada.

DE.MORA

buen día
y arribamos
a la seda calma.
crepitamos crudos
en silencio.
un instante
del sol
mora en tu boca.

ASÍ HABLABA ZARATUSTRA

El lenguaje es una bella locura; el hombre, al hablar, baila sobre las cosas.
El convaleciente, 2.
El mar está agitado por las olas, todo está en el mar ¡Pues bien! ¡Marchad, viejos corazones de marineros! ¡Qué importa la patria! ¡Queremos hacernos a la vela hacia allá lejos, hacia el país de nuestros hijos; a través de la inmensidad! Allá lejos se agita -más fogoso que el mar- nuestro gran deseo.
De viejas y nuevas tablas, 28.

mayo 25, 2009

LA ESCUELA ANARQUISTA

Ya desde niño comenzaba la educación esmerada en la escuela anarquista del pueblo. Te recibías pegándole un cañonazo a la nariz de un muñeco gigante de Kirchner, mientras el mentado presidente prorrumpía en gozosos discursos.

- Lo que el pueblo necesita es que le llegue sangre al cerebro. (Gestito de llenar el coco de los pueblerinos con mierda). ¿Entienden? Nosotros les daremos la sangre, se la haremos llegar hasta acá (el sorongo).

Al darte el título, te permitían sacarte hasta una foto con uno de los seres más queridos que tuvieras en la tierra. De inmediato debías quemar el título, porque es señal de individualismo capitalista, y también la foto apenas revelada naciendo de la polaroid, porque un anarquista no tiene rostro. Puta que lo parió.

mayo 21, 2009

REGLAS DE CORTESÍA

- ¿cómo va, monstruo?
- todo bien, máquina.
- ¿me prestás la escoba, capo?
- cómo no, maestro.
- ya te la desocupo, jefe.
- no te hagás drama, campeón.
- listo, papá.
- andá nomá, tigre.

mayo 20, 2009

OTROS DICEN CONMIGO

otros dicen conmigo. en simultaneidad decimos cada uno lo nuestro y para el otro. de cuanto decimos, nada particular o específico se destina a alguien concreto, la preocupación primordial tiene su residencia en arrojar el decir. en ese sentido, uno desconoce qué sucederá cuando este decir sea recogido. en tanto es imposible realizar ese cálculo, la palabra se confiesa desmedida. lo que uno arroja no es pues un sentido pleno o coordenadas para tejer significados, lo que uno arroja se llama desmesura. la desmesura se expresa en las posibilidades que tiene el otro de tomar la palabra ajena y hacer con ella lo que se le antoje: seguirla o traicionarla, respetarla o someterla a las más deliciosas perversiones. el hecho de dar sin medida supondrá que la medida la pone el otro, jamás uno. de donde se persigue que el malentendido satura el espacio entre todos los que dicen.

EL MALENTENDIDO PRIMORDIAL

me preguntaste y te pregunté ¿quién sos? esa pregunta apuntaba hacia un lugar que todavía no existe, porque no hemos llegado. así pues, nos encontramos porque ninguno de los dos estaba ahí.

mayo 19, 2009

MARCHAMOS SENCILLAMENTE

esta isla toca a sus límites, toda isla necesita contornos para no confundirse con el mar, pero el mar la va gastando como si dos deseos encontrados luchasen: uno por apoderarse de la inmensidad, otro por erosionar y devorar hasta no dejar la huella de algo que lo habitaba. en esta tensión se ve robinson cuando piensa desde la playa si él también desaparecerá. sin saberlo, al hablar nos despedimos, cuando buscamos el conocimiento que saldrá de esa confrontación de deseos, queremos en realidad que alguien, un testigo, nos ilumine con su compañía. queremos que eso que va a desaparecer se salve para la memoria de otro. y sin embargo también sabemos que una vez desaparecido no podremos más que lidiar con la incertidumbre. en la desesperación, la isla se hunde mis amigos, robinson toma su balza y huye, o acaso se va nadando y repite esas palabras de conrad en el copartícipe secreto: "desde luego yo no tenía ninguna intención de ahogarme. nadaría hasta que no pudiera más... que no es lo mismo". para consolarnos del progreso desesperado, nietzsche nos obsequia estas palabras: "vacilamos, pero es necesario que no nos asustemos ni soltemos, por así decir, el nuevo saber. además, no podemos ya volver a lo antiguo; hemos quemado las naves y no nos queda más remedio que hacer de tripas corazón, suceda lo que suceda. marchamos sencillamente, cambiamos de sitio". (fragmento 248 de humano demasiado humano).
ignoro si encontraré respuestas, hablar es pedirle la voz al otro, pedirle que no se vaya o que se vaya con uno. no lo sabíamos, pero al hablar nos estábamos conociendo y ese conocimiento avanza y adquiere direcciones insospechadas.
la enredadera, amigos, no tiene otro propósito que el de dejar ir, que la fugacidad. las palabras son de tal consistencia que no sabemos guardarlas, las atesoramos pero no pertenecen al secreto sino al orden de los alimentos. cuando digo algo, al mismo tiempo me voy, digo que ya no es yo aquello que aparece, si no palabras y que ellas le pertenecen a todos, a nadie.
no deseo que digamos lo mismo, deseo que lo digamos al mismo tiempo.

mayo 17, 2009

VÓMITO

Cuando vinilo se dio cuenta de que iba a morir recordó aquella noche en casa de luz cuando se sintió tan helado que no tuvo más remedio que vomitar. Ambos habían tomado dos días seguidos. Se acostaron en algún momento entre el amanecer y las tres de la tarde. Habían intentado hacer el amor pero a vinilo no se le paraba y luz no quería que él la tocara. En verdad la borrachera los acercaba a un infierno tanto más precioso cuanto más cerca se sentían de morir en manos del otro. Por lo general el día después se limitaba a estar tendido durante horas sin moverse, sudando y apestando a alcohol. Vinilo a veces fumaba un porro y se quedaba mirando el techo. A luz le disgustaba tanta desidia y se levantaba y andaba de un lado al otro. Movía las cosas de su lugar, ponía la ropa sucia en el lavarropas, enjuagaba los vasos manchados de rouge y con vino seco en el fondo. A veces le decía, pero nilo, ya dejá de rascarte los huevos y ayudame un ratito o escuchemos música o bailemos o vamos a comprar algo de comer o, simplemente cansada de hablar sola se iba a recorrer los puestos de frutas del mercado san miguel con los auriculares a todo lo que daba frank zappa. Vinilo se levantaba apresurado cuando ya la puerta se había cerrado y se daba cuenta de que había perdido mucho tiempo. La vida se le iba a chorros o si no como la gotera de un suero, no parecía haber un término medio. Cuando no estaba tirado mirando el techo, vagaba por la ciudad, de una punta a la otra, días enteros, buscando algo con qué sorprenderse. Al volver a casa casi siempre estaba peludo, sucio, flaco y con alguna magulladura nueva en la cara, en las piernas, en los brazos o sino había perdido algo preciado, un reloj, el celular que le había regalado su madre, las zapatillas, un pulóver o, peor, había estado preso por alguna ridiculez, como insultar a un policía o romper un espejito.

Así que estaba esa noche, enfermo. En algún momento no sólo se había destapado, desnudo y sucio, además la cabeza le había quedado colgando y el brazo izquierdo, cruzado por debajo de su pecho, se le había amortiguado y no lo pudo mover en unos minutos. Estiraba los dedos pero lo único que sentía eran hormigas negras y rojas, que había metido el brazo en un hormiguero y que, para empeorarlo todo, su brazo era de miel. Se despertó porque sintió algo helado en el estómago, porque luz le daba la espalda a kilómetros en la cama de dos plazas, porque ya no daba más el brazo, porque un chorrito tibio de sangre le caía desde la nariz. Al principio no entendió muy bien cómo llegar al baño, pero cuando sintió el espasmo en la boca del vientre fue ciego y se arrodilló frente al inodoro. Ahora el sudor lo bañaba, congelándole las sienes y la espalda. La piel de los brazos se le erizaba. Él no iba a dejar que eso lo matara, había que expulsar lo malo o de lo contrario se contaminaría. Abrió la boca lo más grande que pudo y al fin salió algo parecido a un pedazo de carne cruda y gelatinosa. No se asustó, podía ser el vino tinto, siempre podía ser el tinto. Luego una montaña de garbanzos que no recordaba haber comido pero ahí estaban, no había forma de negarlo. Tres arcadas más le cortaron la respiración como la vez que el africano le había dado una patada en los huevos porque él le había dicho cagón por no cabecear el centro perfecto que había logrado mandar, esa tarde empataron y fue la última vez que jugaron juntos. Las rodillas le temblaron y también las manos. Miró de reojo y creyó ver la sombra de luz, cerró la puerta pero ella seguía dormida, recién se despertó cuando estiró un brazo y no sintió nada al lado. De todos modos no se molestó en levantarse, intentó decir algo y los ojos se le cerraron de golpe, como si se le hubieran metido para adentro.

Vinilo, sin dejar de temblar secó las lágrimas de la cara. Siempre le había parecido extraño el hecho de que el vómito viniera acompañado de lágrimas. Llorar era tan elemental como vomitar, pero las dos cosas al mismo tiempo le parecían una reverenda cagada. Él ya casi no lloraba nunca, la última vez había sido por la muerte de su abuela, estando demasiado borracho con ginebra. Se miró al espejo y se vio detrás de una ventana en un día de lluvia. Totalmente extenuado se enguajó la boca un rato largo hasta que se animó a tragar un poco mientras se iba secando con una toalla mugrosa y hedionda. Estaba tan ocupado con el otro asco que este no le provocaba demasiado. Se sobó el pecho, le ardía y sentía algo atascado todavía. Volvió a vomitar pero esta vez fue menos doloroso. Ya no quedaba casi nada sólido. Un líquido naranja se le iba quedando pegado en el paladar y detrás de los dientes. En la nariz se le había atorado un pedacito de zanahoria. Se volvió a enjuagar y secó su pecho otra vez. Sus ojos estaban rojos e hinchados. Sonrió, tantas veces le había pasado lo mismo. Entonces se acercó para tirar de la cadena y se dio cuenta de que en el inodoro las aguas estaban calmas y vio que en el fondo de ese magma pestilente, debajo de los restos flotantes de un guiso de garbanzo apenas masticado estaba su cara, estaba él, no su silueta ni su reflejo, él. Le extrañó porque ahora que tirase de la cadena todo se iría a la mierda. Era una señal y no había que dejarla pasar así nomás. Sabía que no podría olvidar el incidente. Eso no era bueno porque en los últimos tiempos andaba paranoico y ahora sentiría una de esas persecuciones de pesadilla cuando tenemos los pies de plástico derretido y ya no falta nada para que el tren nos despedace.

__ Má sí-dijo- que todo se vaya a la mierda.

Tiró la cadena.

__ ¿Pasa algo? Parecía que hablabas con alguien, ¿dónde te fuiste?

__ No pasa nada, Luz, todo bien. Seguí durmiendo.


El verdugo le dijo:

__ No te olvidés nunca de esto: sos la carne muerta que comés.

mayo 16, 2009

JOSÉ CARLOS MARIÁTEGUI, "EL PROCESO DE LA LITERATURA" EN 7 Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana (1928)

La palabra proceso tiene en este caso su acepción judicial. No escondo ningún propósito de participar en la elaboración de la historia de la literatura peruana. Me propongo, sólo, aportar mi testimonio a un juicio que considero abierto. Me parece que en este proceso se ha oído hasta ahora, casi exclusivamente, testimonios de defensa, y que es tiempo de que se oiga también testimonios de acusación. Mi testimonio es convicta y confesamente un testimonio de parte. Todo crítico, todo testigo, cumple consciente o inconscientemente, una misión. Contra lo que baratamente pueda sospecharse, mi voluntad es afirmativa, mi temperamento es de constructor, y nada me es más antitético que el bohemio puramente iconoclasta y disolvente; pero mi misión ante el pasado, parece ser la de votar en contra. No me eximo de cumplirla, ni me excuso por su parcialidad.

mayo 15, 2009

TARDE EN LA PUERTA

en presencia de los pájaros

veo venir los días

(pero no hay nadie)

a la quietud;

entrar

(pero es el aire)

erguidos de neblina

y yo sin ramas para encender

la antorcha que me sacaría.

ceremonia inútil

esta de hurgar con otros ojos

el alimento de mi especie.

muchas veces me derramé a la siesta

en su nombre con tal de no morir.

mayo 14, 2009

PARAMECIO

_ Yo vine al mundo y no traje nada_ fue la primera frase completa que Paramecio articuló. La siguiente fue un tanto más pasmosa: soy un organismo unicelular con forma de zapato. De inmediato en el barrio comenzaron a sobrevolar los caranchos y por las noches los gatos observaban en silencio: quién más, quién menos, todos querían asistir al espectáculo del niño con forma de zapato. SUPERCILIOSO, PROTOZOIDE. Los médicos prometían una tanda de paramecios a medida del caballero audaz y la dama delicada. Por el módico precio de 40 pesos la noche (aproveche, aproveche) los visitantes adquirían el derecho a pisotear (prefiérese “disponer como suela de zapato” en el folleto que acompaña el ticket), patear, rayar las baldosas, enchastrar con mierda de perro, arrastrar, saltarle encima y, por si fuera poco, desechar al paramecio.

No era muy simple de explicar sin recurrir a ideas antihigiénicas o demoníacas, pero lo cierto es que paramecio se autoduplicaba, algo así como embarazarse de sí mismo, autosuficiencia ésta de la que muchos descreían o creían directamente repulsiva. Acaso este dato no es menor y permite explicar el encarnizamiento en el goce de los servicios brindados por paramecio.

A causa de esta curiosa forma de reproducción, paramecio ya era masivo a las 48 horas de lanzado al mercado. Es más, su número superaba ampliamente a la población consumidora en una proporción de once a uno. Los había en diferentes etapas de maduración y tamaño, incluso extra-extra large o extra-extra small. La gente los compraba porque cada vez eran más baratos y además cada vez más desechables. No faltaba quien apenas los usaba unos minutos antes de tirarlo a la basura ni tampoco el que sólo los compraba para tirarlos, placer acaso más delicado que el anterior.

Paramecio era uno y era todos. Daba igual si lo adquirías por internet o en un mercado de pulgas, si lo habías encontrado entre huesos de pollo y orillas de pizza o si lo habías llevado bajo los pies un rato largo sin darte cuenta: todos los paramecios eran paramecio. Salvo por las medidas, no era posible diferenciarlos, ni siquiera podría decirse que tuvieran forma de zapato izquierdo o derecho, simplemente encajaban y esa era una de las claves de su curioso éxito, además de su condena.

Algunos filósofos televisivos se atrevieron a debatir cuestiones tan dispares como la identidad del paramecio y si el proyecto de Luly Zalazar de lanzar su propia línea de paramecios fluorescentes no sería en realidad una excusa para tomar envión y subirse a la fama de los pobres bichitos. Estas disertaciones, desde luego, atravesaban momentos donde campeaba la lucidez de alguno que ponía freno al deliro cuando señalaba, tal el caso de José Pablo Feinman, apoyándose en Váttimo, que los paramecios fluor no le irían nada bien a Flor de la V. y en cambio, mutatis mutandis, se verían di-vi-nos en Natalia Orebro, simplemente, claro, porque Naty era una diosa.

Fuera de los estudios de televisión, la sociedad también intentaba lidiar con los paramecios de otra manera: a las 72 horas de aparecido, ya era una plaga de proporciones bíblicas. Las marchas al Congreso y de ahí a Plaza de Mayo se multiplicaban, el tráfico se paralizaba y la gente se ponía más fastidiosa que de costumbre, como si alguna enfermedad los estuviera devorando sin haberles avisado. La exigencia más urgente pasaba por la pronta y absoluta aniquilación de estos bicharracos. “El mal del paramecio”, como felizmente había aprovechado la Dignísima para llamar a este pedazo de realidad, “es el mal de los argentinos y se cura reventándolos a patadas”. Una oleada de aplausos impidió a la multitud escuchar con claridad las últimas porciones de la solución final y reinó la confusión. Los que se comieron “reventar” repartieron palos, el resto se comió las “patadas”.

Por un lado, una columna de activistas PRO Parameciánicos aseguraba que “no se trata de animales si no de seres vivos, ¿no?, como nosotros, o sea, todo bien con los para necios”. Por otro lado, la columna de los ANTI Para esos argüía a piña limpia, a fin de ahorrarse tiempo en pelotudeces. Finalmente, una tercera columna, más vertebral y menos numerosa, oficiaba de árbitro: si bien eran indeseables, los paramecios poseían infinidad de bracitos o cilias y se reproducían con extrema facilidad, con lo cual, en vez de matarlos, la respuesta era reducirlos a la esclavitud. De ese modo todos se pondrían contentos: los integracionistas porque los incorporaban al sistema socioeconómico y los exterminacionistas porque la esclavitud serviría de excusa para matarlos y, obviamente, los de la Tercera, que así los llamaban ahora en todos los canales, pues no solo habían propuesto la idea y la habían hecho aprobar por las cámaras legislativas en tiempo récord, anticipándose al deseo del pueblo y salvando los intereses de la Patria, sino que habían conseguido el usufructo de la explotación, exportación e industrialización del paramecio. Por fin una solución argentina a los problemas de los argentinos.

De ahora en más se vislumbraba un futuro de esplendor: cualquiera que tuviera un paramecio en casa o en la oficina podía decirle adiós a esas molestias de la vida cotidiana que le quitan a uno hasta las ganas de seguir en este mundo (no, no se referían a su mujer o a su marido). Acabe ya con esas tediosas labores hogareñas. Deje todo en manos de paramecium XP 2000. En el spot publicitario los antes eran en blanco y negro y los después a color. Una mujer, despeinada y sucia, intentaba enhebrar una aguja para coser el ruedo de la falda pero sin resultado: paramecium XP 2000 no se contentaba con enhebrar la aguja, además le confeccionaba un vestido de alta costura a tono con las últimas tendencias de este verano parisino, lavaba los platos, cambiaba los focos quemados, regaba el jardín y lo dejaba a punto para una fiesta campestre, preparaba un baño de inmersión y, pequeño detalle, masajeaba el embellecido cuerpo de la mujer. Otro ejemplo era el del hombre empeñado en revisar una y otra vez pilas de papeles sobre un escritorio alborotado, se tironeaba los pelos y le quedaba un mechón en cada mano, uno de los vidrios del lente se le caía sobre el teclado y en el trámite de no dejarlo caer derramaba el café y años de labor se arruinaban para siempre, pues bien, paramecio no sólo había resuelto un sinfín de cuentas, transcripto miles de páginas a la pc, archivado o bien destruido esos expedientes enojosos que a veces suelen pasarse por alto, lustrado el escritorio, lavado las ventanas y aspirado las alfombras de la oficina, además se había dado mañas para organizar un viaje en crucero por el caribe para su amo y señor, quien, bronceado, apuesto, con lentes de sol, traje de capitán y una chica en cada brazo, disfrutaba un daiquiri en la imponente proa apenas acariciada por las aguas esmeraldas de las costas de Nassau mientras un negro le iba cantando los millones que había ganado en la bolsa esa mañana antes de levantarse. En fin, la gente los usaba hasta para cepillarse los dientes o lustrarse los zapatos.

Algunos científicos han declarado que los paramecios poseen inteligencia, otros, escépticos, hablan de reflejos condicionados, otros aún, los llamados científicos sociales o científicos preocupados, arguyen a favor de la tesis por la cual si los paramecios fuesen en verdad inteligentes ya se hubieran unido para derrocar el poder humano. La derecha más recalcitrante, identificada con el Gobierno, observa en declaraciones como esta una clarísima intención de distorsionar la realidad para poner en peligro el orden vigente. La izquierda menos moderada, identificada con el Gobierno, observa en declaraciones como esta una clarísima intención de distorsionar la realidad para poner en peligro el orden vigente. La Dignísima, por su parte, por su unicisíma parte, sostiene que los paramecios también son argentinos, caramba, y como toda argentina y argentino tiene derecho a votar…me. Y los paramecios como si nada.

A la semana de lanzada la primera nota sobre el mal de los paramecios, TN, C5N, Crónica, Telenueve, Telefé Noticias y América Noticias cambian de tema, solo Chiche y Mauro Viale insisten un poco pero se les cae el rating a pedazos y deciden cortarla también ellos. Fin de semana largo, gol de Palermo sobre la hora le da a Boca una nueva copa Intercontinental, Jorge Rial toma un avión a Río de Janeiro huyendo de la mafia de Sofovich pero con tan mala suerte que el avión cae sobre el Monumental y lo detroza, Jorge es la única víctima fatal y a ningún juez le importa hacerse cargo de la causa, la gente organiza protestas masivas por el aumento de los impuestos y porque la policía los reprime cada vez que protestan y cosas así.

La gente se olvida a tal punto de los paramecios que algunos ya los comienzan a confundir con un vecino o con un amigo de la infancia, “pero si estás igual, igual, hermano”, le dicen y lo abrazan.

mayo 12, 2009

mayo 10, 2009

25: NOCHE EN EL PUESTO DE FLORES

se infló de sueño, en el largo bostezo regurgitó el cansancio entre la espesura de un bosque matinal. quizá pensó que volaría, en cambio se hundió hasta el fondo entre sus hombros dóciles. nada lo aquejaba, unas sacudidas le tensaban el cuerpo desde la punta de los pies. la compuerta se abría de a poco, los ojos dejaban de obedecerle, ágiles como peces se perdían en la oscuridad. ya no le era dado comprender ni resistir. un tapón arrancado del fondo del mar lo iba sustrayendo de las necesidades de los días, lo despojaba de historias, le dulcificaba la lengua. en estado deseoso aminoraba el paso, se entretenía feliz en la invención de balcones, crisantemos, un amanecer, neblina sobre las montañas azules, miel de ojos, un cuerpo ajado, el chisporroteo de un cristal, los ríos donde navegan los amantes, un tren, bicicletas, puentes, redes, guirnaldas donde una mujer ríe porque encontró su morada entre los lirios, donde los crímenes son de juguete, donde un foco titila, donde los invitados se ponen contentos de llegar, donde el anchuroso espejo captura la paciencia de los gestos, donde las flores dicen lo que el alma necesita. la vida toda era dejarse arrastrar.

mayo 03, 2009

ENREDADERA 6

DELICIA
la dejé irse o ella tomó la determinación de hacerlo o nadie dijo nada porque ya sabíamos que así debía suceder. nos abrazamos por última vez, nuestras lenguas supieron lo inútil de llenarse con palabras, el tiempo se iba helando en los rincones cada vez más oscuros, mil y un caminos iban tomando posesión de nuestros cuerpos, ahora solo restaba el pasillo, más parecido a un pozo. pensé en orfeo y eurídice y acepté que se volviera un mito, comprendí que no la vería otra vez ni podría tocarla de nuevo y sin embargo no había otra forma de tenerla para siempre, lo otro sería morir y matarla. para esto habíamos emprendido este viaje, por eso más que viajeros fuimos rehenes uno del otro, el rapto no daba posibilidad al rescate más que como fugitivos. no otra cosa buscábamos: capturarnos en esa última mirada.

UN VIAJE

estoy donde los perros amarillean entre los deshechos.
viajo sentado pero mis ojos ruedan en la noche.
voy derecho a quitarme las escamas del día.
los paseantes agrietan el vacío,
cavan túneles hacia sus propias puertas.
el llanto de unos niños conduce hasta los gatos
y los gatos se pasean de un amor a otro.
¿tenés miedo? pregunto a mi amiga,
me aprieta la mano para mentirme fuerte y dice no.
mañana daremos otro paso hacia la oscuridad.
por toda señal tenemos un espejo,
hileras de un cristal interminable
y generaciones de sangre cultivándose para esta hora.