mayo 17, 2009

VÓMITO

Cuando vinilo se dio cuenta de que iba a morir recordó aquella noche en casa de luz cuando se sintió tan helado que no tuvo más remedio que vomitar. Ambos habían tomado dos días seguidos. Se acostaron en algún momento entre el amanecer y las tres de la tarde. Habían intentado hacer el amor pero a vinilo no se le paraba y luz no quería que él la tocara. En verdad la borrachera los acercaba a un infierno tanto más precioso cuanto más cerca se sentían de morir en manos del otro. Por lo general el día después se limitaba a estar tendido durante horas sin moverse, sudando y apestando a alcohol. Vinilo a veces fumaba un porro y se quedaba mirando el techo. A luz le disgustaba tanta desidia y se levantaba y andaba de un lado al otro. Movía las cosas de su lugar, ponía la ropa sucia en el lavarropas, enjuagaba los vasos manchados de rouge y con vino seco en el fondo. A veces le decía, pero nilo, ya dejá de rascarte los huevos y ayudame un ratito o escuchemos música o bailemos o vamos a comprar algo de comer o, simplemente cansada de hablar sola se iba a recorrer los puestos de frutas del mercado san miguel con los auriculares a todo lo que daba frank zappa. Vinilo se levantaba apresurado cuando ya la puerta se había cerrado y se daba cuenta de que había perdido mucho tiempo. La vida se le iba a chorros o si no como la gotera de un suero, no parecía haber un término medio. Cuando no estaba tirado mirando el techo, vagaba por la ciudad, de una punta a la otra, días enteros, buscando algo con qué sorprenderse. Al volver a casa casi siempre estaba peludo, sucio, flaco y con alguna magulladura nueva en la cara, en las piernas, en los brazos o sino había perdido algo preciado, un reloj, el celular que le había regalado su madre, las zapatillas, un pulóver o, peor, había estado preso por alguna ridiculez, como insultar a un policía o romper un espejito.

Así que estaba esa noche, enfermo. En algún momento no sólo se había destapado, desnudo y sucio, además la cabeza le había quedado colgando y el brazo izquierdo, cruzado por debajo de su pecho, se le había amortiguado y no lo pudo mover en unos minutos. Estiraba los dedos pero lo único que sentía eran hormigas negras y rojas, que había metido el brazo en un hormiguero y que, para empeorarlo todo, su brazo era de miel. Se despertó porque sintió algo helado en el estómago, porque luz le daba la espalda a kilómetros en la cama de dos plazas, porque ya no daba más el brazo, porque un chorrito tibio de sangre le caía desde la nariz. Al principio no entendió muy bien cómo llegar al baño, pero cuando sintió el espasmo en la boca del vientre fue ciego y se arrodilló frente al inodoro. Ahora el sudor lo bañaba, congelándole las sienes y la espalda. La piel de los brazos se le erizaba. Él no iba a dejar que eso lo matara, había que expulsar lo malo o de lo contrario se contaminaría. Abrió la boca lo más grande que pudo y al fin salió algo parecido a un pedazo de carne cruda y gelatinosa. No se asustó, podía ser el vino tinto, siempre podía ser el tinto. Luego una montaña de garbanzos que no recordaba haber comido pero ahí estaban, no había forma de negarlo. Tres arcadas más le cortaron la respiración como la vez que el africano le había dado una patada en los huevos porque él le había dicho cagón por no cabecear el centro perfecto que había logrado mandar, esa tarde empataron y fue la última vez que jugaron juntos. Las rodillas le temblaron y también las manos. Miró de reojo y creyó ver la sombra de luz, cerró la puerta pero ella seguía dormida, recién se despertó cuando estiró un brazo y no sintió nada al lado. De todos modos no se molestó en levantarse, intentó decir algo y los ojos se le cerraron de golpe, como si se le hubieran metido para adentro.

Vinilo, sin dejar de temblar secó las lágrimas de la cara. Siempre le había parecido extraño el hecho de que el vómito viniera acompañado de lágrimas. Llorar era tan elemental como vomitar, pero las dos cosas al mismo tiempo le parecían una reverenda cagada. Él ya casi no lloraba nunca, la última vez había sido por la muerte de su abuela, estando demasiado borracho con ginebra. Se miró al espejo y se vio detrás de una ventana en un día de lluvia. Totalmente extenuado se enguajó la boca un rato largo hasta que se animó a tragar un poco mientras se iba secando con una toalla mugrosa y hedionda. Estaba tan ocupado con el otro asco que este no le provocaba demasiado. Se sobó el pecho, le ardía y sentía algo atascado todavía. Volvió a vomitar pero esta vez fue menos doloroso. Ya no quedaba casi nada sólido. Un líquido naranja se le iba quedando pegado en el paladar y detrás de los dientes. En la nariz se le había atorado un pedacito de zanahoria. Se volvió a enjuagar y secó su pecho otra vez. Sus ojos estaban rojos e hinchados. Sonrió, tantas veces le había pasado lo mismo. Entonces se acercó para tirar de la cadena y se dio cuenta de que en el inodoro las aguas estaban calmas y vio que en el fondo de ese magma pestilente, debajo de los restos flotantes de un guiso de garbanzo apenas masticado estaba su cara, estaba él, no su silueta ni su reflejo, él. Le extrañó porque ahora que tirase de la cadena todo se iría a la mierda. Era una señal y no había que dejarla pasar así nomás. Sabía que no podría olvidar el incidente. Eso no era bueno porque en los últimos tiempos andaba paranoico y ahora sentiría una de esas persecuciones de pesadilla cuando tenemos los pies de plástico derretido y ya no falta nada para que el tren nos despedace.

__ Má sí-dijo- que todo se vaya a la mierda.

Tiró la cadena.

__ ¿Pasa algo? Parecía que hablabas con alguien, ¿dónde te fuiste?

__ No pasa nada, Luz, todo bien. Seguí durmiendo.


El verdugo le dijo:

__ No te olvidés nunca de esto: sos la carne muerta que comés.

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