septiembre 01, 2009

CEMENTERIO MARINO

Llego temprano al trabajo. Pretendo culpar por esto a la tormenta Santa Rosa, al bondi vacío, a las calles acanaladas cuyas bocas se han tragado toda la tormenta. Ya no llueve, no hace frío. Prendo un cigarrillo, hago unas cuadras a pie, doy vueltas a la manzana. Intento no ser visto. Zabala y Soldado de la independencia. Me detengo en una pescadería, San Miguel, logo de caballito de mar.
El local es pequeño, huele a puerto de juguete, los pescados parecen muñecos de cera con ojos de idiota, crush dummies sorprendidos en la siesta. Sus cuerpos babosos sin escamas están dispuestos para brindarle al cliente la idea de un cardumen, imperfecto, desde luego, porque estos nadan en hielo. Los salmones y los langostinos juegan entre un abanico de sardinas y tres besugos enormes encabalgados, boquiabiertos, les cortan el paso.
El pescadero se encuentra detrás de las rayas gruesas de su remera y una boina roja, tiene un aire a Alberto Sordi cuando hace de gondolero en Venecia. Claro, aquí, salvo por la góndola de los mariscos y afines, ni asomo de la célebre ciudad. Además de que sería muy poco probable obtener un espécimen vivo de aquéllas aguas.
El ayudante es aún peor, si nos fiamos de las circunstancias (ha llovido y el día sigue prometiendo una tormenta de la que hablaremos un año entero), la ridiculez se atenúa: botas de goma y piloto amarillo. Bien puede ser que esto sea la isla de Gilligan o, más acá en el tiempo, nuestros Piluso y Coquito o, más aquí todavía, la escena musical donde Homero Simpson canta Under the sea.
En efecto, la estrategia resulta muy clara. A estos señores se les ocurrió que dar la impresión de ser pescadores recién desembarcados redundaría en beneficios. Continuando con esta línea de pensamiento, si tuvieran un bar le pondrían taberna y algo así como Bellaco y, por supuesto, se pasearían disfrazados de Jack Sparrow. Pero descuide, los manosantas y las famosas comadrazas que “unen parejas y amores por imposibles que parezcan” (justo lo que necesito, en serio) también se hacen llamar profesores o maestros, también exhiben, de algún modo, esas máscaras. Un diplomado, en este sentido, es un “careta”, muestra al mundo la manera en que hay que verlo.
Volvamos a los pescadores, que con ellos estábamos y después de todo ningún mal nos hicieron. Es sabido, cuando se pierde el original, la copia es el original. Después de esto nos resulta complicado eludir la conclusión de que estos señores no son nabos, son pescadores. El argumento lo rescaté de Umberto Eco para principiantes, como no podía ser de otra manera, y entre tantas cosas permite refutar el platonismo, suspender las certezas acerca de qué sí y qué no es original y, en esta circunstancia mínima, me permite un cierto consuelo (uno copiado, eso sí, consuelo de tontos, diría mi vieja) respecto de la distancia entre mi cuerpo y el mar. Digamos que estamos ante un consuelo por sustitución. Sí, usted ya lo adivinó, nos enfrentamos a la metonimia, aunque ahora con ella no me meto. No de otra cosa hablamos, asegura Günter Grass, cuando hablamos de felicidad. Algo similar ocurre en la literatura de Cortázar, aquello perseguido por los personajes cambia toda vez que ellos lo tocan. Suena tonto decir esto pero son perseguidores porque los objetos son fugitivos.
Lo explicaríamos mejor si pusiéramos en funcionamiento la idea de metas volantes, con lo cual una vez alcanzado cierto objeto de deseo, éste nos eyecta con sus resortes hacia otro, precisamente porque desear significa “aquí no estás”, no tener (¿significará no obtener?). De modo tal que el deseo original se deja sustraer por su copia. Y en la duplicación los fantasmas eslabonan las cadenas de poderosísimas anclas. Si creíamos que la metáfora del deseo era la navegación, nos equivocábamos, es la verticalidad. Una y otra vez, unos encima de otros, los estados deseantes se multiplican, alteran al cuerpo sintiente, funden aquella zona en apariencia superficial pero que en verdad es un pliegue de la profundidad, la piel.
El cuerpo se precipita en las zonas abisales, reino de la oscuridad y de lo intolerable, para, de esa manera, obtener el conocimiento de que lo deseado resulta un evento definitorio del ser. Lo llamamos conocimiento aunque se trate de una ¿experiencia?, intraducible, intratable por el lenguaje, siempre más acá o más allá de él, brinda acaso la única certeza a la que tendremos acceso: la plenitud se nos muestra inconfesable.
Al fondo hay una pecera. Pregunto si son comestibles. Me dicen que no y ríen. Pronto me doy cuenta de que la estrella de mar es una esponja, las plantas de plástico y de plástico también los caballitos de mar, atados por una tanza del todo invisible si no fuera por el nudo poco marinero en el extremo de la cola. El pronóstico sigue anunciando lluvia y la lluvia es como un anticipo del mar.

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