agosto 25, 2009

CONFESIÓN DEL DESCARTABLE SR. J.

pobrecito, stankovich tenía el alma sucia como los chanchos, por eso era tan gordo. adentro del estómago tenía un pozo ciego construido cuando todas sus tuberías se le taparon. ni siquiera podíamos hablar de tránsito lento, estábamos ante un concepto inabordable: un hombre demasiado gordo, demasiado poderoso.

nosotros veníamos de tirarle dos monedas de 50 a la boliviana ciega del subte y de comprarle dos alfajores de chocolate al sidoso de la boca en el bondi, por eso nos sentíamos generosos. pero generosidad era esto que no alcanzábamos a entender: que el gordo y poderoso stankovich se dignara envolver las sobras de su cena y, propina mediante, nos las hiciera llegar con el mozo, además del mensaje a los policías que nos marcaban en zona alrededor del contenedor de basura del restaurante JUGÁ LIMPIO, ahora pueden llevárselos.

tamaño gesto nos llenaba de un amor perruno. de hecho, todos parecían rebosantes de alegría y los ojos brillaban en la oscuridad del móvil. mi hermano, en realidad no era mi hermano pero es que la vida, en fin, él devoraba directamente las partes donde la imponente mandíbula de stankovich había mondado los alimentos. uno de los policías nos clavaba la mirada y el fierro en las costillas, nos sacaba música de xilofones descompuestos. le ofrecí un pedazo de servilleta y se la bebió extasiado, como le había visto hacer a los drogadictos.

todo era de stankovich: su astillero había construido el barco pesquero que le había llevado a la mesa de su restaurante el salmón preparado por el exclusivo sushiman extraído de las entrañas del japón. todo lo que no le pertenecía terminaba por pertenecerle alguna vez o se desvanecía.

nos llevaron a una de sus cárceles y esto sí que era un lujo: una celda para cada uno. a mi hermano y a mí hasta nos quitaron la ropa rotosa y las zapatillas destripadas, nos dieron un baño y un buen corte de pelo. el gusto del decorador era impecable, había optado por una estética zen, habitaciones completamente desnudas, apenas una ventanilla por donde se colaba una luz menesterosa y tembleque.

pasado cierto tiempo se hizo la oscuridad total y cómo no advertir en ella las infinitas posibilidades de la refelxión y el crecimiento espiritual. que nos vinieran a decir pobres daba risa. con lo que íbamos a enriquecer nuestro espíritu en los años que con tanta gracia había permitido stakovich alojarnos aquí, alimentaríamos miles de repúblicas desbordadas de almas. calculé que a este ritmo necesitaría una celda más grande, ya me estaba chorreando el alma por la ventanilla y andá a saber si no habría inundado el pasillo cada vez que el colaborador abría la diminuta compuerta para entregarnos el pan y el agua.

yo pensaba mucho en eso de la comida, por cierto, porque después de todo no hacía nada para ganármela. hasta llegué a idear un plan de disminución progresiva de mi ración, con el único fin de no resultar oneroso al dinero de stankovich, el más gordo y generoso burgués de este planeta. el plan además traía la feliz consecuencia de aumentar la calidad metafísica de mis reflexiones en razón proporcional a eso que los materialistas llaman hambre y es en realidad el signo del espacio que ocupa el espíritu.

desde luego, stankovich no es el más poderoso por nada, previsor e interesado en el progreso de sus huéspedes, dispuso alimentarme día por medio y luego cada tres días, lo cual acrecentaba mi contento a niveles inimaginables. pero su grandeza fue todavía más allá, ordenó que me despojasen de mis ropas, de manera tal que ya solo quedaran mi desnudez y la oscuridad. en su perfecta sabiduría me enseñaba a no perseguir los bienes materiales: la desnudez, yo, la oscuridad, todos anudados a una pared.

uno de los colaboradores me transmitió el siguiente mensaje: conformáte con lo que tenés. mi espíritu bombeaba cada vez más grande, qué más podía pedir, amenazaba con hacer estallar el universo en colores y ¿con qué propósito? ¿para quién? tenía razón, la conformidad, dejar de pedir más allá de la ventanilla y un mendrugo acompañado de aguas servidas, tenía razón.

yo, mi hermano, todos los que no éramos él, éramos unos privilegiados porque formábamos parte de un plan superior: verlo triunfar. la voluntad del más gordo y poderoso burgués de este planeta trazaba los destinos de millones en cinco segundos o menos, cuando a nosotros eso nos costaba toda una vida. él, con su inmensa bondad, nos había ahorrado ese tiempo para que pudiéramos hacer crecer nuestro espíritu, él, que tantos asuntos debía vigilar, se había tomado la molestia de elegir por nosotros, si hasta era un milagro que hubiera puesto su mirada en nosotros.

a la larga tenía que suceder así, un gordo ocupa el lugar de cuatro o cinco de nosotros y después de todo ¿acaso no nos están diciendo a cada rato que nos admiran porque nos arreglamos con tan poco, tan espirituales y lindos que somos, aunque eso sí, a veces algo sucios? ¿y quiénes somos nosotros para ir en contra? ¿quiénes somos?

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