agosto 18, 2009

PATAS SUCIAS

Anoche fue el segundo y último día de la 11º Feria de libros independientes organizado por la FLIA en una fábrica recuperada, el IMPA. Salí del trabajo a las seis de la tarde trepado en mi bici. Calculé una hora de viaje. Hacía frío y yo en bermudas, pero a las pocas cuadras entró calorcito y cuando llegué me incineré con tanta gente. No tenía candado. Saludé a un viejo parado en la puerta. ¿Qué cuenta?, Acá, en la lucha, Qué bien, claro, entiendo, dígame, ¿podría verme la bicicleta un rato?, Ah, pero no nos hacemos responsables, Bueno, voy un momento y bajo.
Escalé los tres pisos hasta donde los feriantes tenían sus stands. La gente hormigueba por los pasillos estrechos. Muchas rastas, mucha gente sucia y rotosa, descalza, apestando a cuerpos salados. Eché un vistazo y bajé corriendo. Mi bici seguía ahí. Consulté por alguna ferretería. Debido al feriado, pocas chances de salir airoso. Última esperanza: el coto de Díaz Vélez y Río de Janeiro. A las chapas. Esto iba a durar hasta la medianoche. Había gente acordonada en las veredas, birra y un tímido olor a porro, el tempranero baile de algún borracho y aún algo de luz del sol. Eso sí, frío frío. Al final terminé en una tienda de pelotudeces, antiguamente (los 90`s fueron hace tanto, mirá) la hubiésemos llamado TODO X 2$. Una mano estirada al asiento y el cogote lineal de cara al mostrador: eso de ahí, cuánto, Siete. El número de la suerte, bien. Volví, otro ciclista en situación de a pie, cara desahuciada, no puedo hacer nada por él, até la mía a una camilla, las que usan los de la B Nacional para llevar a los jugadores caídos, y volví a escalar los tres pisos. Otra vez olores a cuerpos apretados y pegajosos.
Tercer piso, derecha, un domo de alambre gigante, gente apiñada en su interior, pájaros y máquinas viejas, grasientas, enormes. El pasado industrial, el futuro que será ganado por las manos. Cucurto con la Eloísa a cuestas, pasé de largo. Rumores de que vendría el Rey Larva, compré Trash, a dúo con Grau Hertt. Leve aproximación a los sahumerios y las remeras con logos veganos: PAREN CON EL MALTRATO ANIMAL, GO VEGAN, y, por supuesto, LAS PLANTAS NO PECAN, hojas de porro, y de nuevo ese humo. Al lado una chica vendía sus fanzines a mitad de la tuca: QUÉ PENA NENA y títulos así, dos pesos, tres por tres pesos. Hora de salir de la jaula, ir al otro pabellón, con un cartelito escueto de su pasado fabril: COMEDOR.
Los veganos vendían tortillas aderezadas con guacamole, mayonesa de mandioca y salsa picante a elección. Más fanzines, invitaciones a participar de huertas orgánicas en la ciudad universitaria, creo que me uní a la secta, firma de algún papel mediante. En el otro extremo de la sala abarrotada de sedientos, las bebidas infalibles: vino, cerveza, fernet, gaseosa, agua. Elegí birra y me tiré contra la pared: unos seudo brasileños hacían capoeira. Él era muy alto, ella muy petisa, pasaba debajo de sus piernas y le daba con los talones en la cara. El negro se reía y trastabillaba, ella se ponía colorada y se le veía el borde la bombacha roja. Los dos tenían los pies muy sucios. Una vieja de pelo rojo se dio un saque y se fue dando brincos. La perdí de vista, hubiera convidado.
Languideció la capoeira y tomaron el centro dos chicas: una más bien gorda y otra de verde, pechos pequeños, caderas sinuosas bajo unos pantalones negros muy anchos. Le miraba los pies, y cuando sonreía. El movimiento consistía en no despegarse de la pareja, se buscaban y al mismo tiempo se apartaban, siempre algo les hacía saber que el otro cuerpo seguía ahí, el dedo, una pierna enredada con la otra, el brazo alrededor de la cintura, el cuello bajo las axilas, las nalgas turgentes encajadas, luego desencajdas. Nudo de piernas y pelos desparramados por el suelo, se abren, se repliegan, se desarman, vuelven a compactarse. Luego la verde se quedó quieta, unió las plantas negras de sus pies, no dejaba de sonreír, iluminaba las insinuaciones de la gordita. La humedad del encuentro, la tierra en pies y manos, miles de ojos cruzándose.
Se hizo hora de cambiar de escenario. Canjeé una par de libros por mi última cerveza, en el medio había tomado un vino, comprado mucha poesía barata y robado un cede de folklore pop, La sonrisa de Ailin. En la tarima tocaba Tovien (click para bajar), comenzamos a bailar, había llegado el momento en que la fraternidad universal puede más que la somnolencia y la desconfianza. Nuestros cuerpos soltaron amarras. Un niño me miraba tomar a grandes tragos la cerveza. Chocábamos, estaba el tipo altísimo de lentes, un pelirrojo que siempre me cruzo donde sea que haya un pogo. Pobre, nadie lo acompaña nunca, nunca lo vi hablar con alguien, hasta me pareció que lo esquivaban.
Tovien y el bailoteo me hicieron reír, Egocéntrico es un tema muy curioso, “me gusta que me miren”. Claro, dirás, a quién no. “Disimulo escuchando tus problemas/ al minuto hablo de mí, de mí/ y cuando veo que te vas/ seguro pensás en mí, en mí”. “Mientras finjo que miro las vidrieras/ solo miro mi reflejo”. Yo no soy tan egocéntrico, pero no puedo dejar de pensar si estarían hablando de mí…
La vieja roja del saque contra la columna de cemento, cruzó directamente a mí, con su vaso vacío, señal de mi mano, levanté la botella y la descargué hasta la última gota. Me besó en el cachete, reposó su cara vieja y roja en mi cara y seguí bailando. Se nos fue la hora, ardíamos en la salsa de ají que nos entró en la carne. Nos hacíamos amigos del de al lado y del de más allá, pasábamos vasos, libros, gritos sin sentido, nos reíamos de cosas distintas porque en realidad solo se nos movían las bocas pero no nos salían coherencias.
Alguien pintó un faso, me lo puso en la palma, el mejor de Buenos Aires, dijo, tres secas, añadió. Hurgué en mis mochila, sí tengo lillos. Tres secas desapareció, lo armé y ¿ahora? Miré gente, había uno pegado, pero de tres secas ni noticias. En un instante alguien ha depositado un sahumerio de dimensiones escandalosas en mi otra mano, dijo que era un regalo, para energizar y equilibrar los lugares. Me crucé con la verde, se llama Carina. Te hubieras metido, dijo, en referencia a su incrustación de cuerpo presente con la gordita. Tres secas volvió, contó que había estado en Salta pero que yo le parecía peruano, ¿estás seguro que no sos peruano?, preguntó para sacarse todas las dudas. De inmediato, ¿te lo querés fumar con ella?, y le echó una ojeada y se perdió para siempre. La verde se fue con una amiga, acomodaban unos bolsos, prometió volver pero ya el humo nos tenía de la cabeza amigados con perfectos extraños. Hasta acá llegó, señalando la mitad, esta tuca y yo nos vamos.
Ya no queda nada, pero nada, parece una fábrica abandonada otra vez, la oscuridad sugiere pensar en películas de terror en blanco y negro. Casi no han quedado bicis, zafo con la mía, me dejo llevar por un montón de calles hasta que me pierdo, busco perderme, quiero decir, y después de un rato largo por fin retomo una calle conocida, enfilo hasta el obelisco y me siento en uno de los mástiles a fumar un cigarrillo.
Dos cirujas se acercan, sacan un vino blanco. Los olfateo, hacemos contacto visual y es inevitable que me pidan un pucho y me ofrezcan un trago a cambio, miren la bici y pregunten con demasiada curiosidad si ando solo, si tengo sueño, si es nueva, si se las puedo prestar para dar una vuelta. Entonces saco un par de mis libritos y se los ofrezco en silencio. Los miran extrañados, uno comienza a leer y me hubiese gustado grabar su voz, creo que le da otra vida a la poesía, hasta le cambia varias palabras, incluso la mejora. Llegan dos más, preguntan qué pasa. Libros, dice el más viejo, mostrándole la tapa. Luego, directo a mí, ¿qué hago con esto? Aconsejo lectura y si no gustar, regalarlo. Saludo, último trago de termidor blanco. Eh, vení cuando quieras, grita el viejo, ¿ves esa pintada de los cien años? (se refiere a pintadas de hinchas de Vélez demasiado creídos, en fin) ahí vivo yo. Se ríe fuerte mientras me voy perdiendo otra vez.

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