junio 23, 2009

CIGARRILLOS

Una línea parte de mi mano y continúa por el borde de la mesa, gana una baldosa para dispararse por el cordón de la vereda y confundirse con las protuberancias del suelo, parece perderse cuando trepa a un árbol y un pájaro la estira por el aire un rato, finalmente la deja en un cable y veinte pasos más allá recupera el suelo escabroso del canal donde decide huir ligera como una rata. Cuando llego a la parada, ahí está, esperando cerca de mis pies, acá es, parece decirme, como única señal observo un cigarrillo abandonado a la mitad con el que se entretiene mi mano. La línea vuelve y se cierra el círculo, de alguna manera llamaremos a este nudo. Entonces sí, miro lo que se me ofrece a la mano, una invitación a conocer la espera de los otros, pero estamos adelantando la traducción.

Esto que hemos arrojado (o se nos había escapado de los dedos) a lo mejor cumplía las funciones de anzuelo. Con poca dificultad, acá no hay una historia, a no ser que esta sea, como se verá luego, la del conocimiento al que hemos aludido. Dada la trivialidad del asunto, esperar la llegada del colectivo, este discurso podrá parecer exagerado, pretencioso, a lo sumo inadecuado, y desde ya, aparte de descriptivo argumentativo, gratuito.

Basta reparar en la mancha de aceite en el borde de la ruta para cuantificar el tráfico. Sin duda, porque la evidencia de los sentidos así lo admiten, los colectivos pasan a razón de uno cada cinco minutos, si bien aquél esperado por mí lo hace cuando ya perdí las esperanzas. Tanta es la frecuencia que a nadie sorprende que tres 720, dos 365 y un 204 sugieran a los viajeros el aspecto de un tren. Desaparecen tal como llegaron, algunos han bajado y cruzan la ruta o se pierden en la callecita lateral, oscura, ¿adónde llevará?, otros suben a cualquiera, tienen cara de que de todos modos llegarán a destino. La frenada, de paso, me arroja una oleada del calorcito de adentro. Los pasajeros aparecen perfectamente delineados en su cotidianeidad de colores blanquecinos, llevados bajo las pálidas luces como si, por alguna magia jamás escrutada por nadie, la nave, sí, he dicho la nave, se moviera por sí sola. Llevados, simplemente.

Por lo general, una vez producido el intercambio (casi digo de rehenes) y la gente se dispersa, me quedo otra vez a solas con mi espera, los dedos inquietos en el bolsillo, haciendo el recuento moroso de las monedas, estirando como puedo la maraña de los días. Pero hoy el nudo me ha dejado aquí parado sobre una alfombra naranja de puchos, es cierto que algunos son blancos y hay uno que otro Virginia Slim (nunca entenderé esos cigarrillos y a quienes los fuman), pero esto muestra a las claras que nadie se ocupa de barrer esta parte de la calle, que la gente, muchísima gente, ha esperado alguna vez el bondi en lo que dura un cigarrillo.

Todo eso que pertenece más a las cenizas y a la basura, no dice nada pero se muestra como signo. Allí, acumulada, señalada a fuego sobre la vereda, en los pastos, atascando la boca de tormenta y cubriendo unos buenos metros de la mancha de aceite, allí reside la espera. Y yo, ¿qué hago ahí parado si no esperar? Y qué espero, ¿eso que otros esperaron también, por motivos más o menos emparentados? Entonces se me ocurre una idea. Entre tantos desperdicios algunos han quedado a la mitad. La idea es: si los fumo, ¿podré conocer cuál es el sabor de la espera para otro?, ¿mi espera completará aquella que, presumiblemente, no llegó a cubrir la unidad de medida?

Miro primero aquellos más o menos enteros y los voy descartando según atestigüen o no pisadas o manchas de aceite, luego enciendo solo aquellos que además no muestren agujeritos, me hago de unos cuantos así. Los voy alzando, miro, no hay nadie en las calles, casi nunca hay nadie, pero miro antes de inclinarme, pudor ancestral, y los levanto. Aprieto uno con los labios y hago una cueva con la mano izquierda, la derecha trae la maravilla del fuego y ya no estamos a oscuras. La primera seca es un poco amarga y me raspa la garganta, luego siento mi cuerpo llenarse, la nicotina bombear el cerebro y exhalo una columna de humo que se confunde con el vapor de mi respiración que se confunde con la niebla que, avanzando desde el río, se confunde con él.

No logro discernir si hay algún conocimiento aquí, no al menos una continuidad, nada sé de quien dio fuego a esto que entre mis dedos se dispone a extinguirse. Sin embargo pienso y con el pensamiento me alejo de este sitio y a lo mejor así se cumplirá mi espera, en otro lado. Pienso en mis amigos fumadores compulsivos y trato de imaginarlos sin un cigarrillo en la boca o sin fuego y francamente resulta imposible, como resulta imposible imaginar qué sentirán cuando encienden uno, si de hecho se dan cuenta o es un gesto automático.

De ahí me voy a una película de Won Kar Wai, Con ánimo de amar, donde algunas escenas de los personajes mientras fuman nos consuelan de toda la pésima prosa de este mundo. Me hago un repaso mental de las volutas al trasluz de las lámparas de oficina, me acuerdo de mi propia lámpara en mi casa, otras películas, ya más bien sin poesía, muestrario de que el mundo era otro y los tipos y las mujeres se la pasaban fumando a toda hora, en cualquier lugar. De nuevo vuelvo a mis amigos y pienso que a veces compraba cigarrillos para convidarles porque me gustaba verlos fumar y ellos temerosos de si me molestaba el humo pero mi cara era de quien va descubriendo los secretos de algún oficio extraño. Fumar puede ser un acto de belleza, el humo tiene la forma de los fantasmas que llevamos dentro.

En cierto sentido, esta acción de levantar cigarrillos del suelo informan, a saber, que he adquirido el vicio (¿?) de fumar, que no tengo aprensión a la basura que se lleva a la boca, que no tengo para comprar ni unos cuantos sueltos. De paso me da una idea: fumar del suelo me dará la oportunidad de ahorrarme esas monedas. Ahora que siguiendo ese anzuelo bien podría hurgar en las bolsas de los restaurantes, bañarme en las fuentes de las plazas, dormir en el subte y pedir monedas en Florida o en alguna estación de trenes. Suena como una carrera prometedora, porque hasta que no pasa, todo se resuelve en ser promesa, ¿no?

De ahí la cuestión se hace un poco sociológica, el muestreo de marcas da como resultado 80 por ciento de next y viceroy, 17 de marcas sin registrar y el resto distribuida entre las más reconocidas. En Capital no pasa, diría mi amigo, que se encuentra Marlboros o Camel o hasta algún que otro de nombre vagamente europeo caminando por Palermo Hollywood. Pero estamos en provincia y aquí ni siquiera barren la calle, los barrios tienen el aspecto del Camino a la Isla, en Salta, si queremos hacernos una idea, salvo por la ausencia de telos. A todo esto me había fumado un par y la espera seguí incólume.

Decía Barthes que uno sabe si está enamorado porque espera. Dadas las circunstancias no diría que enamorado pero siempre me hizo gracia esa frase, sobre todo porque quizá únicamente la podría haber dicho él o porque yo esperaba demasiado a las chicas. Pienso si esta espera será después de todo, a la luz de Barthes, tan trivial o formará parte de otra de mayores proporciones, ahora sí enredada con el amor o alguna otra gran palabra. Por ejemplo, si uno espera que lo que ama vuelva a ser y mientras tanto se entretiene, ocupa su tiempo en esperas menores, casi exentas de memoria y cuento. Porque en realidad, mientras espero, pienso porqué estoy ahí metido en esa burbuja, en ese círculo perfectamente anudado que me impide mover el cuerpo, qué es mi vida en esa duración pausada, porqué los cigarrillos, porqué los amigos, porqué el amor, porqué el porqué.

Y simplemente hay la necesidad de traducir en palabras siendo aquí la traducción un acto de traer, trasladar, ya se sabe, de hacer cruzar los objetos al ámbito de mi lengua. ¿Será esa sensación en la panza cuando esperamos ver aparecer en cualquier momento por la puerta a nuestra amante lo que buscamos? No puedo saber si esto esperaban los otros, de cuyas bocas he fumado, si me permiten la imagen. Sin embargo no podría haberlo pensado si antes ellos no hubieran acumulado esa duración suspendida, precisamente, a la espera de que alguien la mencionara. Cuando por fin llega el 60, estiro el brazo, la línea se corta y da un chicotazo contra el asfalto que ahí se va perdiendo, el gusto de la nicotina en mi saliva me dice, para mayor claridad, que todavía no sé nada.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

genial

Anónimo dijo...

volvió juan. al menos un juan. changuito lindo.

Unknown dijo...

no te han dejao ni el pucho en la oreja, tan pelagatos que andas colilleando, siempre el mismo linyera
che, bien ahi por sacar el banner horrible ese, aunque tus fotos estan cada vez mas floggers