junio 18, 2009

NATURALEZA MUERTA

- General, mi General, no se apresure demasiado. Ha dicho Monseñor que no tarda en llegar. Pierda cuidado, mi General, ha tenido la precaución de preparar un sermón alusivo a la inmortalidad. Tome, mi General, es vino tinto, para infundirle coraje, un traguito. Ya lo sé mi General, nadie lo necesita menos que usted. Aguarde un segundo, llaman a la puerta… es el pintor y trae un mensaje de Monseñor, dice que ya podemos ir empezando sin Su Santísima presencia. Anuncia que además entrará por la puerta de atrás. ¿Le preparo una diligencia, mi General, o prefiere su caballo?... Sí, por supuesto, pero fíjese que el trecho hasta la Horqueta es medio largo desde aquí, con todo respeto se lo informo, mi General… Bien, entonces mandaré ensillar el pingo. Y usted, venga conmigo, dejemos solos al General y a la dama………………………………….. ¿Qué ha sido esa estampida?

*

Se viste. Le señalan los senderos de la ceremonia. Los aprende con facilidad. Le ayudan a estarse metido en la paz de su cadáver. Lo incorporan al ciclo de la corrupción embarcado en un lujoso ataúd. Aguardan unos segundos el milagro de la resurrección. Nada. Lo encierran definitivamente. Tierra protocolar, coronas floridas y el resto del envoltorio. Es mentira que verá crecer las lilas, sin embargo las lilas crecerán.


*

Y emprendió la fuga a toda prisa, entramado en una danza procaz, violenta, cuyo único fin era huirle a la muerte. Salvo que la muerte ya iba adelante, más bien preparándose a ser alcanzada como una amante extenuada. No me tocará a mí, no esta noche, pensó, pero en el apuro la muerte y él eran uno mismo y Güemes se desgüemesó un día que las efemérides (esa familia celosa de las tradiciones) colocarían en su insigne repisa junto a tantos ilustres trofeos.

Oíme animal, tuya es la mitad, no, todo mi reino, más todavía, tan sólo corré, destrozate las ancas, no te dejes alcanzar, no me dejes.

¿Cómo se llama el miedo de los héroes? ¿Van al cielo mecidos por ángeles arcabuceros?

Endemoniado animal, bicho hijo de una casta de mil putas, corré o morimos todos.

La realidad no funciona así, cuidado, otros engranajes promueven el movimiento de sus mecanismos. Huyendo, el héroe pensaba en su comida favorita, en el ritmo de su barba chicoteada por el viento, en lo bien que le sentaría a la posteridad su sable teñido de rojo, en la punzante herida que lo iba guiando al mismo infierno.

Hasta que llegó a un lugar adonde los curiosos turistas no habían tomado por costumbre merodear y tomar fotos en poses ridículas. (Escupo en ellos, me cago en su dinero. ¿QUIÉN DIJO ESO? ALTO AHÍ).

En tales archipiélagos nocturnos la soledad amansó su carne, rodeado por otra soledad, la de sus camaradas.

Dijo lo que todos esperaban oírle decir, que duda cabe, murió como deben morir los hombres de su calidad. Al enmudecer, obligó al resto a contener la respiración, sí, se infló una burbuja de eternidad y todos sintieron miedo de la oscuridad que allí mismo se precipitaba a nacer.

Entonces comenzaron a pasarse las miradas sin tomarlas a su cargo. La mirada unánime decía: ¿y ahora qué mierda hacemos? Se acercaron, en órbitas expectantes, al cuerpo. Uno miró a los demás pidiendo todavía más silencio y declaró con mayúscula sorpresa: NUESTRO HÉROE AÚN RESPIRA.

Un pedo silencioso, cuando no, cundió entre los contempladores del misterio que yacía, hasta que la incomodidad fue destrozada por el que pintaba la escena. El Señor es bueno y siempre hace milagros, dijo mientras batía sus palmas en oscuro frenesí, a fin de evitar ver si sus manos estaban efectivamente amarillas.

Al instante un mensajero divino descendió sobre cada uno de los presentes y tuvo lugar la siguiente escena: Güemes reabrió sus ojos, aceleró sus signos vitales al tope, logró enderezarse e inició un salto en una sola pata, al compás de luces fluorescentes que irradiaban sus ojos, mientras se tocaba la nariz, de manera alternativa, con el índice derecho y con el izquierdo. Uno de los presentes, ojalá Dios lo haya fulminado, tuvo a bien creer que tal espectáculo era una payasada.

Los demás pobres no salían del asombro, como chanchos bíblicos poseídos chillaban y se revolcaban, con la esperanza metida en los intestinos. Hubo de exorcizarlos, hasta la médula de la diarrea, el propio héroe: inapelable, se desplomó difunto.

Ebrios de dolor, los soldados dispusieron la inmediata realización de los juegos fúnebres. Los solteros versus los casados tendrían el honor de disputarse el tremendo asado previsto para estas ocasiones. Con pompa, el cuerpo exquisito del General fue depositado en una pira ad hoc. Monseñor fue declarado árbitro. Como resulta natural en estas circunstancias, los solteros del regimiento batieron a los casados cinco a uno.

Concluidas las muestras de destrezas criollas, se ordenó a la Historia llorar y comportarse como corresponde y fueron cubiertos de solemnidad. Se dispuso que el pintor pintase la escena. Vamos, pinte, no sea insolente, muévase, dijo un alto jefe del ejército. Asimismo se conminó al cadáver a permanecer quieto y calentito un poco más. No se me ponga plomizo, acabo de lograr el color perfecto para usted, sugirió el pintor.

Luego añadió el alto jefe del ejército: a ver todos si me van poniendo cara de afligidos, no quiero ver ni una puta sonrisa en este cuadro, ¿estamos?, al primero que muestre los dientes le pego un tiro. Y usted, pinte algo de lluvia, no vendría mal, acentúa lo melancólico del asunto… bueno, está bien, usted vea cómo queda mejor, pero ¡ojo!, SO-LEM-NES, ¿oyó?, los más solemnes posibles. A ver notario, le voy a dictar las últimas palabras del héroe nacional, sí, me oyó, nacional… hmmmmm…. Ejemmm… a ver… ya sé: Cuidad de la Patria y forjad un Porvenir embellecido por la libertad para nuestros hijos y los hijos de sus hijos (hip, estertor, estertor más fuerte, CLARINES, BOMBOS, PLATILLOS Y UN TRIANGULITO, tin, tapan los mal disimulados estertores del héroe, hic, shhhhhhhh, no hagan ruido, ya se ha muerto).

*

- Monseñor, sálveme, por última vez. Mire el sable que tengo, es enorme. Se lo obsequio pero sálveme. Noooooooooooo, Monseñor, primero sálveme.

- Hijo mío, no has debido caerte así del caballo. A veces un tropezón provoca revolcones fatídicos.

- Yo, que nunca me tiré un pedo para no ser menos que San Martín, figúrese, o que Belgrano, claro. La historia es una lotería, ¿no cree Santidad?

- Los juegos de azar son un pecado, hijo.

- A unos les toca morir en la cumbre de su reinado, como César, o caer cubiertos por la gloria del combate, como Aníbal. A otros, en cambio, les corresponde la vergüenza de reventar en el retrete, como Carlos Saúl I, o enfundados en ponchos de colores chillones. El mal gusto, Monseñor, el mal gusto ¿Por qué a mí? Venir a morir de un balazo en el culo justo hoy.

- Es gracioso, si se mira con detenimiento, hijo.

- Sólo si le pasa a otro. Ya quisiera verlo en mi lugar, Santidad.

- ¿Pero cómo, hijo, acaso es posible que nunca recibieras las invitaciones?

- Déjese de juegos. Sálveme, Monseñor. Usted habla con Dios… si mañana fuese otro día y al despertar… intacto.

- Quédate tranquilo, buen hijo mío, los libros no miran esos detalles, sólo las grandes hazañas. Los libros nunca mienten. Serás inmaculado.

- ¿Inma qué? Perdón, no le oí bien.

- Estás perdonado hijo.

- Monseñor, ¿oye galopar las bestias?

- Hijo, vienen por ti.

- No los dejes llevarme, Monseñor.

- Pierde cuidado. Cierra los ojos y muerde esto tan fuerte como te sea posible.

- Me sentí aliado de fuerzas inescrutables y me perdí. ¿Qué está por hacer su Excelentísima Santidad? Se trata de un lugar sagrado para mí. Monseñor, sea cuidadoso, se lo ruego.

- Reclina la cabeza, hijo mío, vamos, muerde, así hijito mío- dijo por fin Monseñor, exhibiendo el puño embadurnado en aceite de ungir- comprendo tu dolor, pero no será eterno, te lo prometo, vamos, muerde- entonces le incrustó el puño en el ojo del culo y comenzó a menear el brazo. Luego, con gesto triunfal, retiró su santísima extremidad y le mostró al General la bala que tan heroicamente había tenido la precaución de tragarse.- Acá está, hijo, mira el tamaño que tiene, parece un dije, úsala de colgante, puede traerte mejor fortuna la próxima vez. Ahora ya puedes ir en paz.

Al decir esto, el culo del General estalló como un pozo de petróleo diarreico, empapando de pies a cabeza la sagrada figura del enviado de Dios. Monseñor se limitó a sonreír, como la víctima de una travesura infantil. De inmediato le propinó unas nalgadas amistosas al héroe, que cojeaba bastante. El General montó su caballo y cabalgó raudamente, si bien no iba sentado.


*

Implicados humano y bestia, conjugados, a bordo uno del otro, encabalgados diríase, en repetida sucesión de fotogramas, ambos encima de la tierra y ella a su vez posada en la enormidad de un pájaro, toro, elefante, atlas o quién sabe quién, qué, la nada, algo, pues nadie se cayó.

El pálido galope abre la oscuridad del valle, el héroe arriba en ecuestre forma. Su dedo señala la tierra prometida, el infinito y más allá.

Llega sorteando las inclemencias, las corrosiones, las curvas descendentes e indeseables y toda esa suerte de batería de abominaciones ofrecidas por el olvido, cual si ya fuese de broncíneas dimensiones, gigante, a imagen y semejanza, barbudo y con marcadas señales gauchescas en el acento, los modales y según se desprende de las lentas historias tejidas desde ahora en el futuro (adonde mirás haciendo de mano rígida visera todas las horas de este mundo).

Claro que sí. El tiempo hilandero irá tejiendo con calma, inventando casi, el poncho de la historia. Esto está mejor: constatando la realidad hasta volverla símbolo. El indicativo discurso en la Sociedad o en el Fortín o en el Club 20 o en la Escuela: fabricar ponchos, venderlo a los turistas (¡Qué, vos de nuevo! Ahí va, detenganlón le ha robao la billetera pa comprase droga!!!!!!!).

De hombre a símbolo: sus carnes, mecidas por una discreta putrefacción y por la piedad catedralicia, por fin dejan lugar a huesos inquebrantables que se guardarán en un relicario justo en el corazón de la ciudad. Corazón que, vale mencionar, jamás sufre infartos de miocardio. Allí, pues, osobucos, costillas, cráneo, húmeros, pelvis agujereada donde hubo nalgas, dan cuenta de los interrogantes a que fluye un visitante: ¿le habrán crecido las uñas? ¿los cabellos, cual si fuesen raíces o una enredadera? ¿estará vestido de militar, de héroe o de humano? ¿qué emblemas adornarán su eternidad? ¿sólo Dios sabe?

*

Le susurró con suave aliento insomne, desesperado pero bien bajito, dentro casi de la orejota, para que únicamente ellos dos supieran: enseñáme el camino. Luego, para entrar ruidoso en la historia, le ordenó galopar hacia donde señalaba su dedo. ¿Qué sería de un gran general sin su caballo?

Montado así, en viaje por las orillas de la suerte, recordó en su pluscuamperfecta voz que había amado temido partido: amado su cuerpo en la mujer de otro, temido el descubrimiento de tamaña usurpación con funesto desenlace, partido con solo el cuero puesto y un balazo en el culo.

Moriré despeinado, con los ojos firmes hasta donde sea posible, angélico y aterrador. Circularán leyendas sobre mí, se oficiarán rituales, se pronunciará mi nombre bajo las estrellas, comerán asado, bailarán a mi alrededor, cantarán apañados del frío por gruesos fogones, emponchados, mientras les señalo el camino, todo el camino, el mejor, allá está, y yo congelado en mi caballo inmóvil, pero mis ojos la ven, ven la promisión. Moisés tiene que morir para que su pueblo pueda alcanzar la tierra reservada para ellos. Seré un dios, un dios lluvioso, inundaré las calles, las miradas, los oídos. Invadiré los sueños. Los libros narrarán mis hazañas, si no existen, los autores las forjarán sólidas e inoxidables para que nadie me calumnie. Me amarán los gobernantes, les serviré de ejemplo y estandarte y a mi vez los usaré para perpetuarme. Nadie que haya vivido en este valle olvidará mi nombre, seré inmortal salvo por un detalle que no se me escapa: estaré muerto.


*

Espere, mi General, no se me muera, aguántese un ratito nomás, quédese quieto, no demoro. Si le duele demasiado, intente no hacerlo notar, si no la pintura saldrá movida. Vamos, aguante un poco, el frío pronto dará paso, con notables fiebres, a la cesación definitiva. Conserve la postura. (Por lo bajo) Hay héroes que no saben morir. Sí, así está mejor. No, no sonría, es de mal gusto. Queremos que se muera, no que parezca su fiesta de cumpleaños. (Cambia a un tono pedagógico) La rigidez precede y acompaña durante un cierto lapso temporal a la palidez, a veces sobreviene un rictus payasesco, pero usted, mi General, no se preocupe que yo hago milagros, bah, milagros, pinto cuadros que dan un gusto verlos terminados. ¿Alguna vez vio cuadros de mártires? ¿No? (Para sí mismo) Claro que no. Sus caras piadosas, la mirada fija en el otro mundo, esos sí que contemplan a Dios, créame don Mártir Miguel cuando le digo que usted lo va a mirar al Tata Dios a los ojos, qué digo, le va a tocar la punta de la nariz con la suya propia, le va a olfatear el aliento y se enredará en su barba sagrada, se lo garantizo o le devuelvo el dinero… A ver, quietito, no se me distraiga. ¿Ve mi mano aquí? Vamos, mire el pajarito, ¡qué bueno el changuito! Ya casi no falta nada, un toquecito por acá, un pincelazo en las cejas y le arqueamos un poquito las pestañas, un poco más de rouge y… listo. (Da vuelta el cuadro y se lo muestra al General) ¿Qué tal, eh? ¿Le gusta? ¿Verdad que está igualito? Ahora ya puede morirse tranquilo, prometo no molestarlo más. ¿Cómo? ¡Oh, gracias a usted! Pero por favor, faltaba más caball. (Señala al General y le dice, en confidencia, a un soldado inmóvil a su lado) Me parece que ya se murió. (Le estrecha la mano para despedirse pero el cadáver no hace más que insistir en las interrupciones propias de su condición, le suelta la mano y ésta se desploma como un edificio ¡plaf! Inútil repetir el gesto, aquello no era Güemes).

El notario, apresurado, consigna en el que será el primer tomo de la Historia General de Salta, sus alrededores e Ilustres habitantes página dos: “Aquí yacen los restos del héroe gaucho Don Martín Miguel de Güemes”. El niño del último banco iza con premura su brazo.

LA MAESTRA: __ ¿Qué querés?

EL NIÑO: __ ¿Y esos son todos sus restos? ¿Acaso no le quedaba más?

LA MAESTRA: __ ¿Te parece poco?

EL NIÑO: __ Lo que resta siempre da menos. (Esto lo profiere axiomáticamente el alumno, insensible ante el fallecimiento del insigne prójimo).

PAUSA

(Otra vez la manito levantada).

LA MAESTRA: __ ¿Y ahora qué querés?

EL NIÑO: __ Si todos somos iguales, ¿por qué nadie me hizo un monumento grande grande grande?

(Asombrada con la pelotudez aberrante del niño, la maestra ordena a Orwell salirle al cruce con los tapones de punta porque algunos son más iguales que otros)

*

Encrucijados él y su caballo, tomaron el camino más corto hacia la muerte. Llegado allí, el hombre sin imágenes, se dejó apresar junto a su cuerpo por un uniforme de gala inmaculado, sin rastros de la hemofilia que no sabía cómo ni dónde iría a alojarse una vez que este infeliz reventase. De todos modos seguía sucediéndole ahí, adentro, a la vista de todos y al mismo tiempo invisible. La muerte avanzaba y ya nadie era capaz de ahuyentarla bien lejos. La sangre huía de su envoltorio, bebida por la tierra para luego perderse antes de que los hombres pudieran agarrarla y metérsela otra vez en las venas. El mundo perdía el equilibrio, los sapos se desbarrancaban y los corderos se lamentaban, plañideros, sin comprender. Se va a morir se va a morir se va a morir. Qué pena estoy. Ando tristeza. Ya se murió.

2 comentarios:

rodrigo dijo...

y pa cuando un cuento del moto???
si hasta una plazoleta le hicieron...

rodrigo dijo...

y otra cosa: linda la foto floguer esa, el otro día nos cagábamos de risa con el pepe volviendo a garra de la unsa.