abril 17, 2009

EL DÍA DE LA RATA


Amanece y hace frío. Tiritando en calzones largos Manuel se acerca al lavabo y se dispone a darse una afeitada. No se detiene hasta que su piel queda lisa y turgente como en su adolescencia. Sonríe interpretando malamente a un galán de cine y se acuerda de un corto de Scorsese, The big shave, que siempre le hizo gracia por lo desopilante del relato. Un hombre se afeita al extremo de que su cara se vuelve una sola barba de sangre espesa. La música también le había gustado.

Con que al amanecer el frío ya se está colando por debajo de la puerta y ahí lo tenemos a Manuel tiritando en calzones, sorbiendo un té con poca azúcar y un pan lactal mientras en otra parte de este mismo planeta una mujer decide abandonarlo a su deriva. Que el frío entre por las mañanas, desde luego, nunca es suficiente.

Manuel recuerda un sueño que tuvo el otro día pero no sabe a quién contárselo. Sabe que algunos sueños nacen por sugerencia de la vigilia. Teme que algunos sueños desemboquen en ella. Estaba un domingo en el pasaje Gardel, sentado en la primera fila de muchas, esperando para ver una película de Sergio Bizzio, cuando de repente aparecieron corriendo un grupo de chicos de no más de doce años. El más atlético de todos, de pantalón corto y medias de la selección, vociferaba que se iba a escapar. ¿Qué se estaba escapando? Una inmensa rata. Todos la vieron acorralada entre el niño y la pared. En un segundo, una patada certera la estrelló contra la base de un farol. La rata quedó panza arriba, boqueando. Los niños se acercaron en círculo, temerosos de que el animal pegara un salto o los mirara a los ojos. Apenas podía patalear y se le veían unos dientes parecidos a los de un conejo y ¡paf!, nueva patada que la hizo añicos contra la pared. Ahí se quedó quieta, como inmovilizada de terror. Unas mujeres que compartían la fila con Manuel se preguntaban entre ellas si era una rata o qué y si era una rata sintieron una compasión tremenda ¡pobre bicho! A todo esto, el más audaz del grupo de cazadores arrojó el cadáver a un charco inusualmente profundo, donde la rata quedó flotando unos segundos antes de mojarse. Tuvo un espasmo y otra vez se paralizó, esta vez fue definitivo. Con la ayuda de una botella de plástico que se iban pasando de mano en mano, los niños tocaban la cosa peluda, la palpaban y si hubiesen tenido con qué, la pincharían sin parar hasta verla atravesada. Las niñas la empujaban y flotaba como un botecito. Reían nerviosas y corrían hacia atrás, excitadas. Luego vino el macho alfa y la retiró de un sacudón que, para variar, la estrelló contra el portón de chapa de un edificio en construcción, adonde finalmente quedó abandonada. Los espectadores la observaban de reojo, con asco. No se sabe bien si además miraban a los niños que ya se habían dispersado en otras andanzas. Otros la observaban fijamente o bien de vez en cuando, temerosos de que se haya movido o acaso adivinando una secreta palpitación. La rata permaneció en medio de una sombra y parecía que algo se la estuviera por llevar hacia el interior de las cloacas o entre la basura de los materiales del edificio.

Un tipo sentado al lado de Manuel hablaba con cara de estupefacción. Él le respondía y luego comprendió que hablaban idiomas distintos o en todo caso que apenas estaban moviendo la boca. Le extrañó el artificio. ¿Se estaría quedando sordo? El tipo volvió la cara hacia la pantalla gigante, entre avergonzado de haber dicho una estupidez y aliviado de no haber puesto en evidencia su extranjería ante un desconocido con cara de peruano que, según dicen, abundan en malas intenciones por la zona del Abasto.

Así que Manuel retorna a sus pensamientos, mansión indiscutible donde puede estar en paz y recuerda la historia de la rata, la novela Rabia de Sergio Bizzio y une esta información a la presencia física y fílmica de Bizzio en el pasaje Gardel para deducir que él mismo es una rata. Amalgama todo este surtido de información al álbum fotográfico donde no hay más que imágenes de Clarita y se sacude cualquier seguridad que pueda haber tenido y listo. Que esa es una señal que le advierte sobre un posible destino lo sabe por estar acostumbrado a la paranoia más omnipresente. Manuel toma por inequívocos estos destellos de una realidad aún por acontecer y anda con cuidado, mirando a los dos lados antes de cruzar la calle, evitando las escaleras y ahuyentando a los gatos negros, a los gatos en general puesto que él mismo es una rata.

Una bruja le había dicho que su signo en el horóscopo chino era precisamente rata, una rata de tierra. Como es sabido, el elemento natural de la rata es el agua, su relación con el elemento tierra es destructivo, un par inarmónico que provoca malas pasadas. Manuel supone en esto muchas verdades: no sabe nadar, le teme a las alturas, es ágil en cualquier terreno, le va mal en el amor, no consigue trabajo y lo matan cuando quieren como si fuera una peste.

Una vez terminado el té, la rata Manuel se dispone a salir a caminar. Su nomadismo es proverbial. En ocasiones ha llegado a caminar hasta 120 cuadras, lo cual no es demasiado si pensamos su traducción kilométrica a 12. Sin embargo camina mucho, los agujeros en las plantas de sus zapatillas dan testimonio de ello.

En el camino pensará en todo lo que ha soñado anoche. Deseará, tal como conviene en las ocasiones nefastas, olvidar pronto y de manera rítmica, de suerte que pueda andar mirando ventanas, árboles, plazas, números ascendentes, descendentes, carteles, caras, piernas, ojos, manivelas, autos, bicicletas, sobre todo bicicletas y mujeres bonitas pedaleando deseosas de llevarlo.

La tierra puede más y Manuel, original en otros aspectos, no hace más que deambular sin sentido, con un hálito sombrío o, para decirlo de otra forma, como si algo le devorase el aliento a mordiscones. La primera señal de que su sueño se hace realidad lo tiene cuando se involucra casualmente con una columna del movimiento clasista y combativo y uno de los compañeros encapuchados le entrega un bastón de madera pesado delante de un fotógrafo. Debido a su inoperancia en este tipo de manifestaciones, trata de huir pero ya los cantos y una especie de abrazo forma una barricada cuando la federal inicia el bombardeo cerca de plaza de Mayo. El gas surte su efecto y algunos se dispersan. Manuel queda ciego y solo oye gritos y después un crack muy cerca de su cabeza y no se da cuenta de nada hasta que un líquido caliente le baña la cara. Es pegajoso y salado. Acá tenemos una rata, escucha decir a alguien y después despierta en una comisaría.

Todos los compañeros, así se llaman entre sí, hacen un alboroto espantoso en la celda. Se burlan de los policías y aprovechan para amenazarlos cuando interviene el abogado de derechos humanos. Manuel resulta esgrimido como pancarta a favor de la noble causa que están por orquestar, si bien ninguno de los presentes puede afirmar que lo conoce. Algunos suponen que vino de La matanza y otros dicen que es de la Villa Riachuelo. Los más desconfiados sostienen que es un cana de civil porque cuando le preguntaron de dónde era y con quién andaba no supo responder. Es que tiene un golpe en la cabeza, dicen algunos. Eso es lo que vos crees, dice otro. Manuel permanece con la sangre seca en la frente, tirado y como si su cráneo fuera un galpón vacío donde alguien martillea contra una campana sin parar.

El abogado logra sacar a todos sus amigos clasistas y combativos pero no puede hacer nada por Manuel, apenas llevarlo a un hospital custodiado, odiado por canas y clasistas. La rata Manuel no logra escabullirse sino hasta bien entrada la tarde, cuando los analgésicos surten un efecto eufórico mezclado al suero. Al salir, los canas fuman un cigarrillo y hablan entre sí, sin prestarle la más mínima atención. Camina pegado a la pared y aligera el paso cuanto más cercana es la puerta de calle. Recién entonces comienza a correr y gana la vereda, una cuadra, dos cuadras y al fin un dolor insoportable lo tumba en las escaleras de una casa muy vieja. Una señora con su perrito le arrojan dos monedas de un peso y siguen de largo. En eso sale el portero y le pide que se retire porque ahí no se puede pedir limosna. Manuel camina agarrado de las paredes y pronto se percata de que está dando la vuelta a la manzana y zafa hacia la plaza del Congreso. Allí hay muchos perros y estará a salvo de ser devorado. En el camino se ven los vestigios de la bulla y el enfrentamiento. Muy de vez en cuando cree reconocer algún encapuchado tan solo por cómo sostiene la mirada altiva y llena de resentimiento universal. Desde luego Manuel ya no quiere más problemas, solo descansar un rato y seguir hasta su casa, donde podrá echar una siesta y quizá comer un sándwich de queso con mortadela. Además de tomarse el vino que quedaba de la otra noche.

El tiempo parece aquietar su marcapasos y se aglutina en los bancos al sol del mediodía otoñal, espeso y riguroso se aferra todavía a la novedad de los diarios, al bullicio de los autos, a los horarios del tren, adopta los colores de los bares vacíos, se escabulle entre los bolsillos de la gente, adereza el horario comercial, pone punto final a las vidas de algunos insectos, absorbe las estatuas como si le pertenecieran sólo a él, mira de reojo a los desocupados y sigue de largo, todo en el aire es tiempo secándose al sol, evaporando las últimas gotas de la lluvia de la madrugada, un tiempo obligatorio para vivir conmueve a los pájaros y aparecen grúas e imprecisas voces pidiendo algo, manos corroborando carteles, teléfonos que suenan en el desconsuelo de las oficinas; prótesis real de lo que hilvana la experiencia, el tiempo sucumbe a la tentación del instante y resplandece entre las conversaciones de los jubilados que recién se sientan a contemplar el aire con las manos juntas sobre las piernas. La rata Manuel se aplasta contra un banco y se ejercita en la noche, que combate por todo, por cualquier cosa.

Ayer soñé que era pequeño, era yo, es decir como soy ahora, en tamaño quiero decir, al principio iba para arriba y entonces una luz caía sobre mi cara, me golpeaba y al despertar era otro, insignificante, no tiene mucho sentido soñar así, no sé, como si me hubieran llevado a un país de gigantes mientras estaba aturdido, inconsciente, no sé, me llevaban, me dejaban tirado en un almacén lleno de gente averiguando precios en el mostrador, el dueño se veía desbordado y abría los brazos y con las palmas hacia delante echaba atrás a los clientes, hay para todos, decía, no se pongan encima del mostrador, por favor, los voy a atender uno por uno, pero hagan fila, por favor, al que no haga la fila no lo atiendo, y yo mirando desde el suelo, gritando que se callen, gritándole a los pies que dejen de raspar el piso, que se muevan un poquito porque no veo nada, que quiero salir, me falta el aire, los pies se mueven sin método, patean, zarandean el polvo y la mugre se me va pegando en la ropa, grito más fuerte y uno de los hijos de alguien me agarra confundiéndome con un juguete, me aprieta, me estira, hago fuerzas para evitar ser aplastado, quiero que se aburra pronto, hago más fuerza para quedarme duro, esto no le va a gustar a tu mamá, le digo y lo muerdo en la mano, el nene me revolea lejos y su mamá lo mira, ve un puntito rojo y se asusta, qué te pasó hijito, qué te pasó, el nene se larga a llorar, si la mamá se hubiera quedado callada el nene no hubiese llorado, lanza un chillido con su enorme cara arrugada y roja, patalea y dice ¡una cosa!, mamá, ¡una cosa!, señala con el dedo un vago rincón donde puede haber de todo, el almacenero pregunta qué pasa y los demás se enojan porque piensan que anda en líos con la mamá del nene y gritan que haga la fila señora, acá todos somos iguales, es que el nene, el nene, dice la mamá, me lo mordió una rata, ¿una rata?, una rata una rata una rata una rata, gritan las voces y retumban en mi cabeza hasta que me revientan el cráneo y comienzo a caer en gajos, algo gris aparece debajo, una pelambre gris con pintas marrones, repugnante, mis manos se terminan convirtiendo en garras, siento mis dientes se alargarse y hasta puedo verme la punta del hocico lleno de pelitos y bigotes largos como tanzas, grito muy fuerte o no sé qué, la gente se da vuelta y ahí estoy, ratificado en un espacio que ahora es EL espacio, un escenario donde ahora todos pueden verme y huir despavoridos, el descontrol es absoluto, los pies rajan caóticos, buscan la salida a gritos y empujones, alguien cae, la mamá aúpa al herido y pide socorro para la pobre víctima que no para de llorar, un viejo incinera al almacenero con la vista y el almacenero regurgita ofertas a cambio de que nadie lo abandone, pero si es un bichito nomás, no pasa nada, nadie atiende sus palabras y el viejo de la vista láser se las agarra a escobazos conmigo, me persigue mientras voy gritando que no sé qué pasa, que no me parta, no me aplaste, no nada, por favor, el que pide auxilio soy yo, me escabullo entre las bolsas de alimento para gatos y ahí me doy con que mi voz es un chillido espantoso, que resulta imposible comunicar mi estado a otros, ya puedo imaginarme viviendo entre los desperdicios de un basural con otras ratas que a lo mejor no entienden mi idioma de recién transformado o a lo mejor todos entendemos que no hay nada más que la basura para entender y por eso no hablamos entre nosotros, puedo verme entrar y salir de las cloacas, robar y devorar con agilidad, romper cables, asustar gente, agitar mi corazón a 450 latidos por minuto, veo la grieta abrirse entre los pies, un tobogán hacia otra vida, un escobazo me atonta contra un estante, me sé perdido, el viejo hurga sin dejar de blandir la escoba, se asoma y su cara es repulsiva, llena de poros y pelos injertados, grasientos, el almacenero mira desde atrás, atento a que salga para aplastarme con una sartén de teflón, nuevo escobazo, tenso mi espalda y quiero erguirme para conversar pero no es posible razonar con nadie, el tipo desparrama la mercadería por todas partes y algunas mujeres todavía pueden verse al otro lado de la vidriera, expectantes e histéricas, el viejo deja de arremeter y aparece una señora culona que pretende hacerse cargo, ya estoy perdido, el viejo no puede impedir el relevo y deja hacer, la señora me llama, dónde estás, dónde estás, ya vas a ver cuando te aplaste, rata de mierda, ya vas a ver, se me agita el corazón todavía más porque no estoy acostumbrado a este ritmo, me quedo quieto y quiero trepar pero no hay forma, ¿si salto?, ¿adónde?, la memoria humana empobrece el instinto, la culona está a punto de descubrirme detrás de las conservas, la veo reír triunfante, estoy temblando, la última lata de duraznos desaparece y cargo contra sus piernazas, la obligo a huir o a matarme, ya no puede lo último, soy veloz, soy el viento, esquivo el escobazo del tipo, gambeteo la sartén del almacenero, barrilete cósmico de qué planeta viniste, quedo de frente a la puerta, solo, voy solo, a una velocidad impresionante pero que para mí es cuadro por cuadro, la gente en la vereda se desparrama, se preparan me apuntan fuego, lluvia de cascotes y zapatazos, gritos como de fiesta, ceguera de pánico, el filo de la puerta destaja mi cabeza, ya estoy por ganar la vereda, en un instante me perderé por las alcantarillas, entonces entre la gente se destaca una cara imperturbable, apenas salgo la gente se hace un solo cuerpo circular y quedo en el medio con una mujer hermosa que simplemente mira, me detengo y nadie me hace nada, me quedo estático, ella me mira y me extiende la mano como si supiera quién soy, como eligiéndome, sin temor, apaciguada, me quedo muy quieto, la mano me acaricia la cara, resplandece, la mano me alza hasta sus ojos, me sopesa y me extiende una mirada curiosa, los demás comienzan a desvanecerse y luego se van del todo, aquí te sostengo, dice por fin, aquí, por fin, ahora soy un corazón repulsivamente inquieto y sanguinolento que late a 450 revoluciones por minuto, sos un bicho malo, me dice, no deberías asustar así a la gente, ahora te voy a curar un poco esa cabecita, dice, vení conmigo, y me guarda en un bolsillo de su cartera, creo que me lleva en su auto y que me lleva a su casa, pero al despertar estoy en una jaula, rodeado de aparatos blancos, de mesas blancas, delantales blancos, bocas llenas de dientes blancos, todo es blanco y estéril, salvo yo, me sacan, ey, ya te despertaste, y me agarran de la panza y comienza a pesarme en una balanza electrónica, después me pasan una podadora diminuta por la cabeza, me ensalivan o me agregan una sustancia gelatinosa en las sienes, unos electrodos y me convidan medicamentos mientras sonríen, a ver qué te parece esto, dice la mujer hermosa, y me da una descarga eléctrica que me sacude, chillo de sorpresa aunque no me duele demasiado, otra más, otra más fuerte, más fuerte, fuerte e intensa, más todavía, me sale humo y olor a hamburguesa de mc donalds, jejeje se ríe la mujer, ¿te gusta?, claro que me gusta, chillo, todo sea porque rías, entiende mis chillidos y prosigue con la vivisección de la zona abdominal, mide la temperatura de mi cuerpo y panza arriba me abre como campera, no te va a doler, en serio, quedáte tranquilo, me inyecta un líquido azul que me hace cosquillas y comienzo a ver todo azul, pataleo contento y siento que me sacan un pedazo de algo, alguna parte de mi cuerpo me avisa que me estoy quedando vacío, pero estoy contento, drogado y contento, no sabés lo que hacés, le digo sin parar de reír, ella incrusta sus dedos y arranca una tirita muy graciosa de tripas en movimiento, bueno, mirá, esto sos vos ratita, me dice, muñequeando como si pescara y no supiera bien qué hacer, después me muestra uno puntitos rojos, estos tus riñoncitos ratita, después cosas extravagantes y amarillas, huesos de juguete, me siento enternecido y feliz, se me ocurre que solamente soy una bolsa de cuero vacía, el líquido azul ahora es inyectado directamente en mi cerebro a través de la nariz, ahora sí, querido ratoncito, miráte, me dice y me pone un espejo, como hacen los peluqueros cuando quieren saber si estás satisfecho con el corte, ríe a carcajadas porque hay un aparato capaz de medir el pánico y ahora está asombrada con sus hallazgos, los animales también mueren de miedo, anota, salta y el terror se intensifica cuando me hace ver cómo soy por dentro, cómo se devora mis entrañas cocinándolas apenas con el encendedor, mirá ratita, esto es lo que sos, me dice mandándose los riñones al buche, y me abre bien grande el cuero vaciado donde apenas late un corazón y un par de bolsitas flojas, se ríe de felicidad e inyecta más droga, la felicidad ahora es un rapto de terror insoportable, me quiero despertar y nada, porque yo sabía que era un sueño, pero pensaba que me iba a llevar a otro lado, quería ver hasta dónde me llevaba el sueño y ahora estaba perdido, no podía abrir los ojos, no podía cerrar mis ojos de rata y ver otra cosa que no fuera el vacío tal cual es, dominé los gestos hasta el punto de quedarme inmóvil, tramposo, dice la mujer, tramposo, todavía puedo ver tu corazón latir, vos decime si te duele cuando te lo aplasto, ¿nada todavía?, decime, mirá que no te quiero matar, te quiero conocer, quiero saber de dónde viene el miedo a la muerte, dale, decime, no seas zonzo, ¿te duele? ¿te duele mucho?, la verdad es que no me dolía nada, solo quería despertar o acabar de morir de una sola vez, mi corazón estalló entre sus dedos y pude ver su cara ensombrecer, decepcionada porque no había dicho nada, desaparecí del espejo y me vi revoleado a un cesto de basura, junto a una pila de cadáveres de cosas y animales de ojos secos.

En eso suena el teléfono. Es Clarita. Hola Manuel, ¿cómo estás?, mirá, yo, quería, necesito, no sé, es complicado, ¿vos cómo estás?, ¿a qué hora vas a tu casa? Necesito verte un rato más tarde, ¿puede ser? No, no, no pasa nada malo. No, es que por teléfono no se puede. ¿Eh? No, te digo que nada malo. No, no estoy enferma, es que hoy me levanté con fiebre y con la voz medio tomada. Me tomé unas pastillas, estoy bien. No, no era eso, es otra cosa. Manuel, voy a tu casa más tarde, a las ocho, ¿te parece? ¿Por qué? Ah, vos tenés una suerte para caer en cana, ¿ves? por andar metiéndote donde no te llaman. Te dije que andés con cuidado. Sí me enojo, sos un boludo, mirá si te pasaba algo malo. ¿Qué? ¿En serio? ¿Cómo? Manuel, ves que sos un pelotudo, solo a vos te pasan estas cosas. No, ya te dije que no, a la noche. Tenemos que hablar, en serio. No sé, últimamente me siento rara, no sé. No, no es con vos. Esperáme ¿sí? Chau, un beso, chau.

La rata Manuel sorbe una latita de Quilmes, traga dos miorelajantes, afloja las tiras de sus zapatillas y tiene la segunda señal: miedo y aburrimiento conjugados para dar el latigazo preciso. Entre los arbustos hay una gata que acecha desinteresada a los pajaritos. Bosteza y lava su cara. Los pajaritos salpican las piedras rojas y destilan sonidos que solo ellos comprenden. Una bolsita plástica parece el paracaídas de un auto invisible cada vez más acelerado. Un perro asusta a unas niñas recién bañadas y esmeriladas para el amor. Un pajarito picotea de más, se engancha con las palomas más gordas. La gatita al cambiar de la sombra al sol se vuelve de oro. El ómnibus deja atrás a un hombre y su mujer, sin darse cuenta o dándose demasiada cuenta, paga dos boletos y no se la ve bajar. El hombre no habla español. El pájaro enmudece. La cola de la gatita de oro se contonea como una serpiente. Se nota que ella es feliz.

La rata Manuel ve signos hasta donde no los hay. Un chorro pasa corriendo y corta en dos la plaza. Medio minuto después pasan dos hombres, uno grande y fornido, el otro más enclenque. El grandote le lleva ventaja y por un instante uno no sabe si es bueno o malo. Recién se entera cuando se detiene a tomar aire y le grita al enclenque para que se apure, que todavía lo pueden alcanzar. El enclenque llega y se tropieza con el borde de la vereda y se lastima la cara y la mano. El fornido lo mira y no dice nada. Recupera el aire, lo levanta y le dice dónde puede encontrar un policía y se va como si nada o como si no quisiera ser visto al lado de aquélla víctima de la inseguridad. Se sacude un poco de estigma y ni saluda. El enclenque permanece un rato más, buscando no se sabe qué en uno de sus bolsillos, cuando parece que lo ha encontrado se da un chirlo en la frente y grita ¡qué boludo!, y de nuevo a perseguir, pero esta vez en dirección al fornido.

Llegan las dos de la tarde y todos vuelven a sus madrigueras. El tiempo ahora es una bestia que les sopla en la nuca, acechándolos, amenazándolos de muerte. Todos corren a un ritmo acelerado, comen de pie, vociferan para hablar con el de al lado en la fila interminable de los bondis que pasan de largo atestados, el colapso tiene nombre de avenida, el atropello pasa inadvertido, todos huyen despavoridos de las oficinas, de los agujeros en donde habían permanecido, sonríen, desanudan sus cuellos, al fin una tregua, el tiempo es un bólido ahora, es un líquido acidoláctico que penetra las musculaturas de los artefactos y hasta los niños se aferran a sus madres con temor de ser absorbidos por los túneles y el descontento, las noticias a esta hora pierden vigor, todo está un poco más gastado, opaco y deslucido, las horas esperan inciertas a que alguien las siga, en los cafés se arremolinan las voces y como nunca los solitarios se ven invadidos de una maravillosa algarabía, de un lado al otro de la ciudad los cuerpos se yerguen y se preparan para la tribulación, algunos se van a encontrar por primera vez y otros ya no se volverán a ver nunca más, y hay todavía quienes dan un paso en falso y pierden.

La rata Manuel sufre un caso severo de ausentismo. En efecto, permanece ausente de su hogar, de su especie, de su enredadera, de sí mismo. Tales señales en una rata de tierra no conducen a nada bueno. Además de ser notoriamente enano, sus cualidades se ven cercenadas por una incomprensible voluntad al encierro y la caída fácil en trampas. Una rata es una rata en todas partes y no puede evitar devorar con lascivia los quesos que le ponen los demás. De modo tal que lo único que le conviene hacer es aguardar en su casa, en el encierro viral.

La rata Manuel se encamina pues hasta su cueva. Aferrado de las paredes, logra sortear los múltiples obstáculos que le impone la civilización: baches, semáforos desincronizados, ladrones de poca monta, policías que de todos sospechan, autos sin frenos, gente cansada y que mira al piso sin fijarse a quién pisa, vendedores ambulantes, soretes de perro, perros, vagabundos y mosquitos que en la ciudad son de cemento.

Al llegar a casa, huele a quemado. Sí, es la cocina. Un pedazo de carne negra en el horno. El infierno a domicilio. Los vecinos se quejan, Manuel, siempre te estás mandando cagadas, después vienen y me dicen a mí, y vos decime qué carajo tengo que ver con tu estupidez, ¿eh? Encima todavía me debés este mes. Si no podés pagar te cambio al otro departamento, es más barato, no tendrá estos lujos pero, che, si vos lo único que hacés es dormir todo el día, y mandarte cagadas. Mirá, vos sos mi amigo y no me gustaría verte en la calle, pero ponete las pilas viejo, si no esto no anda. Bueno, y ¿qué mierda es eso? ¿Un palo? Ah, claro, asado, para Clarita, jeje. ¿Cómo anda? Bueno, vos no te hagás drama, yo te soluciono todo, la traes a comer a mi casa, y por favor, apagá ese horno y abrí un poco las cortinas, haceme el favor.

La rata Manuel aprovecha la invitación para no hacer nada. O para anidar entre unos sorbos de vino tinto. $ 6.50, 1250 cm cúbicos, marca infame, olor a mingitorio de hospital, sabor a brea. El agua no lo mejora ni el hielo es un compañero fiel, hay que sorberlo como un cóctel de cicuta y dejar que la embriaguez asesine las premoniciones. La rata Manuel roe unas milanesas de berenjena sin ganas y luego se queda sentado frente a la pared, gira hacia la ventana, sin abrir, hacia la puerta, hacia el baño, hacia las escaleras, hacia el portón de chapa de su imaginación, se ve estrellar la cara contra un muro, quedar inmóvil y observado por los transeúntes.

La rata Manuel escande el vino alegremente, prefiere estas vías de extinción. Retorna ermitaño a su colchón en el suelo. Tiñe un poco las sábanas y no se sabe si es el tinto o la sangre de una pulga que transmitirá la peste bubónica. La rata Manuel mira el techo y sonríe al ver el ventiluz por donde nunca entra la luz, los mosquitos se empecinan en describir un aire errático de fuga, los pelos de la cara de la rata Manuel crecen a pasos agigantados, se le llena de una alfombra gris el cuerpo, de a poco su espina dorsal se curva y las rodillas le chocan el pecho y los brazos parecen dos palitos secos terminados en garras, las orejas se le hacen para atrás y como si fuera un muñeco de plastilina al que le estiran la cara, le sale un hocico cónico y lleno de protuberancias. Dice algo como una invasión y oye un chillido salir de su propio cuerpo entumecido, que ya no le obedece, que obedece a otra cosa, un llamado, algo que se parece a un imán atrayendo fragmentos, esquirlas. Se incorpora pero ya está en cuatro patas y una cola escamosa y anillada se retuerce entre las sábanas. ¿Qué hacer ahora? ¿Dónde esconderse rata Manuel?

Escarba una bolsa de basura, primer instinto de bestia. Sucumbe a los restos de cáscaras de papas y aceite quemado de las milanesas. Devora confundiendo el pan duro con un hueso y se sacia. Recorre el baño y no ve nada, el espejo es un lugar siempre obsceno porque no nos muestra en nuestro ser. No llega. No sabe trepar y las cortinas tienen como una gelatina adherida a ellas. Sin embargo promete dejar las diversas enfermedades que sus genes consienten: hantavirus, leptospirosis, criptosporidiosis, fiebre hemorrágica viral y fiebre Q. Todas empaquetadas y listas para el próximo que venga.

La rata inquiere con su hocico las carnaduras de un sillón, oye la vecindad de otros roedores, los ve venir, una plaga de ratas, hartas de devorar las caras de la gente, hablando entre sí y diciéndose cosas a los gritos para que todos sepan que han llegado y no se piensan ir, ríos de ratas, marejadas de ratas, saliendo de los canales, las ve venir rabiosas, pestilentes, bubónicas, a mostrarnos la podredumbre en que hemos estado viviendo sin saber, las ve venir y ya no le asusta si lo confunden con una, las ve venir ahora mismo, aquí.

Suena el timbre y Clarita espera unos pocos segundos antes de utilizar su propia llave. La puerta se corre con lentitud chillona. Adentro reina la oscuridad y a veces la espuma de las persianas toca algún mueble, la pecera, el televisor, los discos que ya no se usan, Clarita lucha con el peso de la puerta. ¿Manuel? ¿Manuel? ¿dónde te metiste? Clarita prende la luz, todas las luces de la casa. Hasta la del baño. Clarita juega a ser la dueña de casa: revisa los remitentes en la correspondencia, chequea los mensajes en la contestadota, verifica la suciedad de los platos en la pileta, transporta su espíritu al pasado cuando ve la pila de ropa sucia y la levanta, la tira en un cesto y se promete nunca más volver a hacerlo, sostiene unas fotos en que sonríen abrazados, ¿cómo pudo haber pasado tanto tiempo?, ¿Manuel?, ¿sos vos?, mirá que si estás escondido no es gracioso, tenemos que hablar de algo serio, Manuel. Pero la rata Manuel no aparece por ninguna parte. Todo alrededor forma una pantalla elástica, delicada, la fluorescencia palidece la cara de Clarita. Llama al celular de Manuel, Manuel no contesta. Manuel oye un solo llamado y lo obedece sin contrariarlo. Suena en la otra habitación el ring tone tan estúpido de Homero Simpson NO TV AND NO BEER MAKES HOMER GO CRAZY, una y otra vez, una y otra vez.

Por fin Clarita lo descubre entre las sábanas. Hay olor a vacío. ¿Manuel? ¿Manuel? No es gracioso. ¿Estás bien, Manuel? La rata chilla entre la pileta y las ollas limpias. La rata chilla adentro del cesto de la basura. La rata chilla en las tuberías. La rata trepa las ventanas y se escabulle al interior del departamento. La rata sale del inodoro. La rata toca el timbre y pasa. La rata acude junto a sus amigas a un festín orgiástico. La rata se conduce como se conducen las ratas y muerde un tobillo, rasguña un dedo, hiere el doblez de la pollera, añade terror a la cara de Clarita arrinconada en el living por una masa gris de ratas, ratas, ratas, por todas partes ratas. Una se le cuela por entre las piernas y se introduce hasta la mitad, sin por ello dejar de morder antes de morir asfixiada. Otra le devora la cara. Otras atienden los dedos. Otras se dedican a tironear unos pedacitos rojos con la de al lado. Las ratas, Clarita, las ratas, la invasión. Clarita sacude las manos atormentada, patalea en el clímax del dolor, traspasa algunas cabezas con las agujas de sus zapatos, la rata Manuel decae entre uno de estos zarpazos y las demás ni se percatan. La rata Manuel ve que una cosa blanca comienza a aparecer, la rata Manuel cierra los ojos. Clarita deja de gritar.

Las horas se anuncian en su desnudez insomne, reparten cuantiosas sumas de tedio y techos, misterio y oportunidades, grandes ventanales iluminados, ventiluz de baño, chimenea de restaurante familiar, grasitud en los pliegues de la escamoteada danza de las prostitutas, los drogadictos deambulan y andan de faena, los borrachos se precipitan en sus primeros tragos, la sed se vuelve cósmica y a cada uno le toca una sed distinta, el deseo resplandece en promesas, el conocimiento gana encanto cuanto mayor es la incertidumbre, se acerca la hora de abordar la noche, el aire permanece estirado y tensa los pasos de los transeúntes, casi no se ven autos, o ya no es necesario verlos, es necesario entrar a pie en el mundo; adormecidos, dromedarios, parásitos, cartoneros, libertinos, inseguros, rapaces, todos se funden en la indistinción que da la sombra. Oscura nervadura de los ojos, el día de la rata llega a su fin.

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