abril 02, 2009

LOS EXTRANJEROS



Nomás llegar al borde nos ordenaban en fila, de acuerdo al número que con presteza nos había pintado en la frente uno de los guardianes del Estado. De diez en diez, para evitar amontonaderos. En el rostro de cada uno de los migrantes podía verse el miedo a preguntar o a ser preguntado, el suave y delicioso síndrome de la voz carcomida por acentos delatores de cientos, cuando no miles de kilómetros de distancia y clandestinidad.

Lo más desesperanzador ocurría cuando un muchacho con cara de recién llegado era exprimido por la muchedumbre y al salir tenía, pobre, su remera de adidas impossible is nothing toda arrugada. Uno de los guardias le echaba su mejor mirada de asco y evitaba escupirle para no tomarse la molestia de gastar su saliva en semejante insecto. Mientras acariciaba su arma con lujuria, le ordenaba retroceder con sus papeles hacia la puerta de la calle que, naturalmente en este país, daba a un precipicio.

Mi cara esgrimía una sonrisa irónica, lo cual no dejaba ser irónico porque en realidad estaba sedado, por lo que un guardián aproximó sus puños a mi cara y cuando me tumbó decidió molerme a patadas. Dos inmigrantes chinos, un congoleño y unos sudamericanos lo ayudaron, con tal de congraciarse para que los dejasen pasar sin problemas. Todos volvieron a esperar su turno, satisfechos de mi inmovilidad. Supongo que me habrán dado por muerto, un trámite menos habrán pensado, pues los agentes del Servicio de Limpieza, sin pudor y en orden, me cargaron en el contenedor de la basura.

En su interior había una ciudadana albana con la que rápidamente entablé una relación amorosa. No me gusta analizar mi suerte, pues siento un temor reverencial a perderla, pero esa vez la curiosidad pudo más y barajé las posibilidades: 1) ella no entendió bien mis gestos de auxilio; 2) ella los entendió a la perfección; 3) las palabras que proferí, con mi boca magullada y la lengua partida, tienen un poder seductor en idioma albano; 4) accedió a quitarse la ropa por una cuestión humanitaria (bueno, en realidad no se movía demasiado, es decir que si no asentía por lo menos tampoco ofrecía resistencia).

Como corresponde en estas ocasiones, de inmediato le ofrecí casarnos pero ella, presta y pronta, con una polenta pocas veces vista, ya vestía otra vez su atuendo típico del distrito de Sarandë, situada al sur del país en el límite con el mar Jónico y cuya producción de uvas es muy apreciada por la calidad y la prestancia para la elaboración de mermeladas y jaleas, ya que sus vinos son pésimos. Se disponía a marcharse cuando le robé un pezón y me lo comí.

Para no perderla metí mi cabeza por una de las piernas de sus enormes babuchas y fui escalando por sus grandes muslos. Ella no se daba cuenta porque luchaba contra su colorido sombrero tocado de rosas y lilas algo estropeado por los restos de basura y porque lloraba desconsoladamente. Imaginé su llanto detrás de la manga de su camisa blanca y holgada, ceñida apenas por un chaleco rojo con bordes dorados que le sentaban de maravilla. Entonces comencé a hacerle cosquillas en el clítoris con mi lengua, lo cual hizo difícil pronunciar palabras de consuelo.

Por su parte a ella no parecían preocuparle más las palabras ni dónde pudiera haber ido yo y comenzó a soltar una especie de carcajada y un gritito obtuso, luego agudo pero siempre triangular. Metí mis dedos y de a poco fui succionado al interior de ese caracol marino rosáceo y salado. Mi bella albana tendrá que esperar nueve meses para que salga renovado y hermoso, pensé.

Entonces sobrevino la catástrofe. El lugar ya estaba ocupado por un enano albano y brusco que hablaba en el dialecto gueg, propio del norte. Le ofrecí una salida honrosa: el ano. Pero el enano me respondió una grosería, de eso estoy seguro, y no me quedó más remedio que ofrecerle jugar a la peleíta, en virtud de sus escasas dimensiones.

No era un buen luchador pero se las arreglaba para esquivar cada uno de mis golpes. Apenas tenía oportunidad de medirlo, él ya estaba dándome por las costillas o de cabezazos en el estómago. Al principio me había dejado desairado y después con una sensación de hambre, como de tira de asado, dos chorizos, chinchulines, papas fritas a la provenzal, vino tinto, chimichurri y flan con dulce de leche. El enano se aprovechaba de esto y de que nunca admito las patadas a la hora de jugar a las peleas, pero cuando me mordió la rodilla le di instintivamente en los huevitos y desapareció por donde antes debió haberse ido en paz. ¿Cuántas guerras no habrán comenzado porque dos no se entendían? ¿Y cuántos amores?

De modo que a esa altura ya éramos mi hermosa albana y yo, ahora por fin arrojados al azar de las calles, respirando ese aire espeso de la libertad a cielo abierto que fija tus pulmones a la tierra pero eleva tu mente, como si tuvieras alma, como si al fin pudieras creer en tu alma, y la búsqueda se resuelve en perderse por las avenidas de veredas anchas y árboles antiguos que los pájaros descubren sin cesar y entonces llega ese momento en que ya no sos habitante de ningún lugar, simplemente sos, sos y mi bella albana se ponía cada vez más preciosa.

Recorrimos las vidrieras, yo miraba su reflejo a través del agujero en el pezón, soñando y extasiado cada vez que ella sonreía. La luz de la tarde otoñal era generosa con nuestro amor y mi ahora dorada albanita se teñía con los colores de los vestidos que íbamos viendo como si fueran promesas que alimentaran este amor. Lila, rojo, verde, negro, celeste, con flores amarillas y con pintas naranjas sobre un fondo de oscuridad indiscernible, café, rosáceo, color de imán. Ése es, el de imán, le dije, pero no me oía.

Era feliz, como no se puede imaginar. Pero la fatalidad no se ensaña únicamente con los desdichados sin coartada y los inmigrantes ilegales, también lo hace con los amantes más hechizados y hermosos, y lo hace de un modo acaso más terrible porque, a diferencia de aquéllos, éstos sí han conocido el paraíso. Luego no se puede dar cuenta de él más que a través de fotografías o, lo que es peor, a través del relato de ese conocimiento, no para convencer a otros, lo que no tendría sentido, sino para convencerse uno mismo, señoras y señores, a uno mismo que quiere apretar la flor de Coleridge cuando despierta.

Yo te voy a retratar en mi memoria, le dije mirándola probarse ese vestido lila más ceñido en la cintura y que apenas alcanzaba a cubrir la generosidad de sus tetas.

En cuestión de segundos una oleada me arrastró con violencia hacia la boca del subte, que no tuvo problemas en engullirme y alejarme en una dirección amnésica donde todo lo real es artificio, donde la estabilidad del cosmos sufre la constante amenaza del colapso y el tiempo es una luz blanca que coincide con nuestra feroz aniquilación.

Embutido en las tripas del inmenso gusano quise imaginarla porque me empezaban a costar los detalles y de a poco noté que también perdía los trazos gruesos y que mi mente se dirigía hacia un cúmulo de manchas coloridas y fugaces que ya nada tenían que ver con mi albana. Inevitablemente sentí que la perdía.

La carrera intestinal nos iba empujando unos contra otros. En lo que demora la luz, los pobladores se agolpaban, apretujaban licenciosamente sus cuerpos pómez, obligándonos a sacudirnos y a frotarnos como si nos deleitara la viscosidad de las pieles ajenas, la ríspida sonrisa del mirón y de los pervertidos. Todo este ajetreo sólo podía conducirme a un destino, inequívoco y porfiado: el olvido.

De pronto eran tantos los rostros que contaminaban mis ojos y a través de ellos invadían mi memoria que resultaba imposible no examinarlos en detalle, observar sus cueros de lija, las pústulas que intentaban esconder algunos, las gotas sudorosas que iban a caer en los hombros de los alrededores, las piernas largas de las mujeres, las cejas desencajadas y al borde de la calvicie, uñas negras, rojas, luminosas, sucias con grasa, llenas de moco seco, uñas desgarrando el poco aire que habíamos logrado traficar de la superficie, poros abiertos y volcánicos, ojos, ojos, ojos, por todas partes ojos, ojos que hablan, que insultan, que desean, que se cojen otros ojos y les acaban una legaña cerosa que les enceguece el alma, ojos diabólicos, borrachos, enloquecidos, angelicales, prestados, de vidrio, ojos de pobre, ojos, ojos, que huelen la bosta en los demás, ojos que van a llegar tarde y tienen miedo del futuro, ojos que empujan y son despiadados con los que miran a otra parte o nos los ven. No podía cerrar los míos, aún cerrados me costaba esquivar el bombardeo de imágenes que me robaban a mi albana. Tras lo cual puedo sostener que los ojos no son ventanas, ya son el alma, un alma absurdamente nítida y asombrosa.

Para este momento yo me había convertido en el hombre invisible. Cuando el gusano excretó sus purulencias una marejada me llevó a través de escaleras mecánicas que dan a calles donde solo hay números y los perros arrojan mierda en las veredas. Me asistió el derecho a la melancolía y comencé a caminar con las manos en los bolsillos, pensando en una novela de Mishima donde dice que los amantes se tensan como un hilo de seda electrificado que luego dulcemente corta un sastre. Pensé si la volvería a encontrar, si, de hecho, alguna vez la había encontrado.

2 comentarios:

clavo dijo...

ah! hola, es verdad, todo el mundo tiene un blog, besos.-

Unknown dijo...

no, yo no