abril 15, 2009

ENREDADERA 4



A LA NADA QUE EN TODO DESENVUELVE SU COLOR

El occiso declara (tome nota) en estilo a medias directo que yo nací hará cosa de veinte años. Sea más preciso: era de noche, mi mamá ya tenía dos hijos varones, Marco Antonio y Luis Enrique y, añádase, una niña cuya defunción me impide precisar nombre, color de ojos, cumpleaños y tamaño de la ausencia en el espíritu, precisamente acongojado, de la mencionada madre, seis de mayo de mil novecientos ochenta y cuatro y con el transcurso de las edades evangelista, ateo, drogadicto, alcohólico y actualmente occiso.

Asimismo el interpelado sostiene entre sus manos un cuaderno cuya negativa a entregarnos provoca la ira del que suscribe (tome nota del citado enojo y además, a pie de página diga[1] que yo tenía un cuaderno amarillo). En él, adentro, guardaba pedazos de mi voz con cierta regularidad. Como un cajón donde dominan la confusión y las polillas, no se trataba de un confesionario si no de un mapa para llegar a encontrar, por vías respiratorias y procedimientos de revuelta y de ida, las ropas adecuadas a mi persona. Las ropas adecuadas a su persona, anote eso.

El occiso es oscuro. Se necesita precisión, precisión, claridad en el lenguaje, llamar al pan por su nombre, pan, de otro modo, ¿dónde iría el mundo a parar? El occiso contesta que no sabe dónde el mundo, ¿acaso importa? La cuestión es dónde nosotros, un día todo lo que conocemos se debilitará y esta madera que parece tan real ahora mismo y las telas y las fotografías y las enormes rocas y el océano y los dientes de leche que mi papá arrojaba al techo de chapa cuando éramos cuatro revoltosos productores de dientes de leche, dejarán el sitio que ocupan o lo ocuparán de otro modo y estas palabras a lo mejor dentro de miles de siglos serán signos de una civilización fascinante porque ¿cómo hacían para vivir en estas condiciones? y que para nosotros carece de encanto porque ¿cómo hacemos para sobrevivir en estas condiciones? más aún, (anote, el occiso quiere añadir algo), usted mencionó al pan y a su nombre, pan, pero ¿qué es un nombre?, el pan era en mi boca un regalo de un dios amable amado amante y a veces una piedra que mis padres amables amados amantes me obligaban a comer con una taza de mate porque no había otra cosa, cualquier cosa, para llevarse a la panza, o sea, pienso en el pan y sin embargo se me avecinan múltiples imágenes, por ejemplo una que me llevará lejos y con probabilidad de desviarnos hacia otros cursos o rutas, pues de una ruta a orillas de Humahuaca se trata, con Claudia comprando un pan inmenso a un peso, tomate y jugo de naranja a mediodía. Entonces deberíamos situarnos ahí, hacer dedo, rogar piedad a los conductores o un aventón con destino a casa, lo más cerca posible, pero el sol, cuya inmensidad degradaba nuestro último y necesario pan a un granito de arena, nos impulsaba sobre nuestras espaldas. Ella se durmió, yo la esperé todavía un rato hasta que no aguanté y cerré los ojos boca arriba. Mi historia dice que su pupo era hermoso. Encima (de su pupo) agrego: uno de los más hermosos que haya tenido la oportunidad de besar. La mujer y su ombligo se durmieron una siesta con la remera subida hasta la mitad de la pancita, hasta entonces blanca, y despertaron convertidos en franjas, rojas y blancas al principio pero que el tiempo convertiría en un color cuyo único término de comparación posible resulta ser el dulce de leche.

El occiso manifiesta siempre tengo hambre, al menos eso decían algunas personas sobre mí y sobre José: ¡ustedes siempre tienen hambre! Ignoro si era un reproche, un elogio o simplemente si se trataba de una muestra de admiración por tamaña hambre. Consigne lo siguiente: el occiso se confiesa ignorante. En cuanto a mí, salvo por el hecho de oír voces llamándome desde quién sabe qué distancias y ver sombras donde alguien pudo haber dejado su ausencia, si tuviera que describir a José tendría que cerrar los ojos y los oídos para concluir finalmente que José consiste en una sola ceja larga, cordillerana y trasandina en la frente, de seguro herencia de su padre chileno, muerto (el occiso lo conoce de vista, por fotos y referencias de José), más arriba se halla su extensa frente y, con cierta dificultad, posee encima algo parecido a unos cabellos largos y escasos. Aseguran por ahí que su pelo se le ha bajado a la barba. Siendo pues la población capilar, como se deja ver por lo demás a simple vista, una de las principales características de José, bástenos decir que un peruano llamado Juan Alberto ha visto en su fotografía un hombre en estado rupestre. Y aprovechando esta enredadera de pelos (en nada diferente a las alucinantes enredaderas del lenguaje, de manera tal que todos se conjugan en el mismo desagüe de la ducha), me precipitaré a introducir o mejor a presentar, verbo más adecuado a la situación que pronto habremos de vivir, sin groserías ni sentidos doble o triples, a Alejandro, como quien dice, traído de los pelos, de los pelos del culo añadiré, pues una noche en que, solitarios y cavilando, Claudia y yo errábamos en las audaces derivas ciudadanas propias de los borrachos, cofradía en la que nos incluíamos luego de un Quilmes Rock en las afueras del Delmi, dimos contra la puerta de la casa de Alejandro, golpeamos y, así palmeando, el anfitrión, cuya habitación entonces se ubicaba al final de un largo pasillo, abrió, se bajó los lienzos, miró en dirección al interior de la noche que también dominaba allí dentro y, levemente inclinado, nos mostró un culo peludo como jamás quiero volver a ver ni ser bienvenido en ninguna parte del mundo. Claudia, sin horror, bien pudo haber dicho y no dijo, citando a Edgar Alan Poe, nevermore. Para esa época Claudia ya lo conocía y había oído de esta abominable costumbre de dar la bienvenida y, desde luego, él y yo ya éramos amigos, sin embargo nuestra relación no me había permitido descubrir los múltiples rostros de la amistad. Y uno cree conocerlo a fondo, aunque mejor sea cubrir estas cosas con rápidos y ascendentes lienzos de piedad.

Una vez adentro de su casa solicitamos permiso para dormir y Claudia y yo hicimos eso que penosamente la expresión hacer el amor alcanza a recubrir y que aparentemente todo el mundo hace y sin embargo nunca es igual.

El occiso se detiene, recubierto de ensoñaciones, en la figura de Claudia. Como no articula con claridad debido a la opacidad de las palabras (anote, anote, rápido) no llegaré a decirlo todo y todo mi relato bien puede decirse de otra manera, lo sé, por ejemplo puedo anunciar a mi madre, más baja de estatura, cocinera formidable, cantante alegre y triste a la vez, menor por quince años a mi padre, de los cuales provengo. Podría. Y también sumarle a la enredadera unos piolines para guiarla hacia otras direcciones más inesperadas, no sé, una casita de madera, roja, techo a dos aguas, de tres pisos, en el primero un cajoncito de madera lleno de chucherías que, según las edades, fuimos acumulando entre mis hermanos: monedas oxidadas, sin valor, bolitas de vidrio, figuritas de álbumes jamás completados y rara vez adquiridos, cables, chapitas de gaseosas, clavos, tornillos, tierra, globos o restos de globos, en definitiva una inmensa colección de artículos inútiles afuera del cajón pero que adentro señalaban al mismo tiempo una época, una sucesión de épocas, una multitud de intereses, el momento cuando se renunció a esos intereses. El cajón hoy sigue allí, cerrado, invisible a la cotidianeidad de mi familia, de donde se concluye que a veces ( estamos apretados, después de todo somos cuatro y el cajoncito no tendrá más de 15 x 15 x 10 y como diez años de contener tesoros fabulosos cuya única justificación es el de permanecer mezclados, resistentes y con paciencia, antes de que el olvido los sacuda, sin mirarlos casi, dentro de una bolsa de basura), se concluye, decía, que el pasado acecha en los sitios más impensados, y se acumula hasta en las chatarras que nos ayudaron a crecer y supieron crecer con nosotros. Rosebud le llamaba Wells en Citizen Kane, así también le llamaba Osvaldo Soriano pero desplazando su significado a un árbol del sur del país, Rosebud, decía, era ese agujerito o mirilla por donde nos podíamos ver a nosotros mismos.

Como se ve el tiempo no es un río que va a entregar sus aguas a la mar que es el morir, también sabe ir hacia atrás, hacia delante, hacia abajo, en dirección opuesta a mi propio tiempo y, sin excluir otras infinitas posibilidades, sabe ausentarse durante un tiempo y retornar o no precisamente retornar si no nacer por primera vez

Cuando yo nací el tiempo no existía. El occiso se autoidentifica como el inventor del tiempo, no reclama ningún derecho de autor y en cambio solicita que lo exoneren de culpa por haberlo hecho. En vista de su delirante discurso el perdón le es concedido pero en contrapartida se le acusa de mentiroso, es sabido que Dios y Macedonio Fernández crearon la tierra, el cielo y prácticamente todas las cosas anteriores al fuego, la rueda y el rock and roll.

Silencio, el occiso está diciendo que podría invocar el nombre de Julio F. Cortázar, traductor y autor él mismo de historias de propia invención, Robinson Crusoe y los dibujos de Carybé, editorial Viau y decir que el libro de Daniel Defoe se hallaba en la planta baja de una pequeña biblioteca para niños con forma de casita, de madera, techo rojo a dos aguas, debajo de un cajoncito lleno de porquerías fabulosas amontonadas por generaciones de niños, cuatro en total, y de libros verticales cuya traducción dudosa de Peuser narra todavía las historias de Robin Hood, David Copperfield, El último mohicano y La isla del tesoro. Actualmente la edición de los hermanos Viau en traducción de Julio F. descansa entre las pertenencias del occiso. Su valor se reduce al apego emocional pues no vale ni su peso como papel reciclable de tan mal cuidado de los insectos y la humedad en que se hallaba antes de ser rescatado por el occiso.

No en vano invoqué ese nombre ni los libros ni el tiempo haciéndose añicos y acumulándose esférico en los rincones de las casas. Todo ello ha permitido al occiso trabar relación con los sujetos José y Alejandro (consigne la palabra amigos usada por el occiso antecediendo los respectivos nombres). Si no hubiese encontrado esa moneda vieja de 1945, una espiga y la cara de Evita, enterrada, si no hubiese corrido a depositarla en el cofre del tesoro, si no me hubieran llamado la atención los lomos de los libros y su olor a viejo, sobre todo el más grande en tamaño y dibujos en traducción de Julio F. y si no lo hubiese leído y luego a los demás, con afán nómada, Robinson era él mismo un nómade, si no hubiese dejado de lado mi tesoro material y si no me hubiera convertido a la fe de los que aman la literatura aun si ello me empuja a vivir miserablemente, aun si ello me empuja a estudiar letras en la universidad de Salta, ya desgraciado y condenado, jamás me hubiera cruzado con José, con Alejandro y con Claudia. No es casualidad ni predestinación pero el relato se encapricha a este respecto: sucedió y listo. Tantas otras cosas debieron sucederle a cada uno de ellos para venir a involucrarse con frecuencia en esta enredadera.

Perdone, ¿dónde íbamos? ¿dónde nos habíamos quedado? A veces tiendo a la digresión, me disperso, dispongo mis energías e intento retomar el hilo pero el hilo es el de un barrilete remontado con exceso. Se ha roto, nos abandona sin despedirse, rojo, verde y a veces amarillo o algo naranja, de acuerdo con el sol, o el hilo es el de un tejido deshilachado o no es un hilo todavía, hace falta convertirlo a su forma propiamente dicha, etcétera, etcétera. En fin, la cuestión es si hay que contar el relato de la vida o vivirla, decir o ser, decir siendo o ser lo dicho. ¿En dónde queda uno? Uno queda dónde, vaga zona de pasaje entre ser y no ser.

El occiso asevera ser un enredo de personas y objetos, una sumatoria de historias cotidianas que han tenido lugar en diferentes sitios, circunstancias y compañías. Recuerda con claridad haberse enamorado de la lluvia bajo la lluvia un domingo de pantalones cortos amarillos, remera musculosa celeste con paisaje de playa lejanamente inventada y marrón estampada, con seguridad barata y con mayor seguridad heredada de su hermano mayor, los pies calzaban sandalias azules de goma, de un azul intenso, y, salvo por la medida, igual en todo a las de su hermano más chico, Eduardo, con quien, además de las sandalias azules comparte la fecha de cumpleaños.

Procedían aquella vez de la casa de su tía Julia en compañía de su madre, Gladys Emeteria por culpa de su madre Olivia Emeteria Cuellar, quien curiosamente detestaba el nombre Olivia, a diferencia de su hija y del hijo de ésta, a quien siempre le provoca risa. Así que bajamos del colectivo, que entonces era barato, y nos dejaba a la vuelta de mi casa, subimos por la cuesta dos cuadras y sin el menor anuncio se desbarrancó el cielo y todos comenzamos a correr pero yo no corría para refugiarme, la lluvia del verano me besaba enorme con sus lenguas infinitas, apresadas por mis ropas de niño que ya se iban deformando por el peso, la goma de mis pies chillaba, simplemente corría porque así debe ser la felicidad cuando uno tiene pocos años sobre este mundo, porque las chapas de zinc estruendosas y espléndidas ejecutaban una percusión imponente tanto si uno se ponía fuera como a su cubierto, porque sus canaletas formaban cataratas a lo largo del pasillo que permite entrar a la casa y todos se bañaban lo quisieran o no, porque la lluvia me decía con todas sus caricias, golpes y canciones que ella sería mi abrigo mi casa mi piel e inmediatamente le regalé mi fidelidad y la dejé inundarme con sus millones de gotas y no importa mi amor si estás triste porque debajo de la lluvia uno es la lluvia y es la tierra y es el cielo y es necesario sacar toda la voz sin guardarse ni un pedacito y comenzar el canto y, ya entregado a la majestad de la vida, volverse colores y la canción misma, ser uno la canción.

¿Y después? Después puedo remontarme a otras lluvias, en otras ciudades donde anduve, a poemas, libros enteros, a la meteorología, a la soledad, a los chorros de agua arrojados en el patio en dirección al cielo para regar un pedacito de tierra con una lluvia de juguete, a los carnavales, pero ahora le toca el turno a un árbol de jacarandá.

No fue hasta un día en que cayeron hojas violetas desde un jacarandá que descubrí (es solo un verbo y no me corresponde pronunciarlo) la íntima relación entre mi lluvia y el viento. Sin necesidad de agua ni nubes negras, Claudia me señaló con su voz y su dedo: mirá la lluvia de flores. Hasta entonces yo había vivido ciego y ese día Claudia me regaló el viento. Me lo presentó bajo el nombre de Anselmo. Una vez, veníamos de alquilar una película en el Bolckbuster y en el camino nos detuvimos a comprar naranjas para preparar una ensalada de atún con naranjas llamada simplemente y, no sin decepción, atún con naranjas que ninguno de mis amigos se atrevía a probar ni a mencionar, y vimos que cerca de la verdulería había un jacarandá gigante y Claudia lo señaló, miré y ella silbó el nombre del viento (anote que el occiso silba y que se puede anotar el silbido pero no cómo era el mismo y que por eso en la literatura son pocos los silbadores) y estalló la copa repleta y vino en dirección nuestra un viento lluvioso y violeta. Por magias como esa Claudia era hermosa. No supe de nadie que haya hecho algo similar, yo nunca lo intenté. Pero Claudia está triste ahora y una lluvia de flores no alcanzaría. Por esto mismo, porque una mujer puede llamar al viento por su nombre y el viento acude y hace llover flores y yo la amo en esa lluvia y porque luego la pena es mayor que la lluvia, el occiso prefiere pensar que la vida es bella y triste como las campanas.

Sin embargo, tras un silencio (si acaso lo hay), el occiso, asiduo lector de novelas y espectador de películas en el cine, experimenta la siguiente desesperanzadora certeza: los finales son tristes aunque sean felices porque después no viene nada más, viene la nada, una página blanca, una pantalla negra en una sala a oscuras, alguien se levanta, abre la puerta y ahí está de nuevo el mundo, empecinado en cambiar con una lentitud inadecuada con los plazos que le hemos dado. Precisión, más precisión, corrobore la relación del sentido de las palabras del occiso con las de más arriba y luego prosiga la transcripción.

Dentro de la historia de uno hay otras historias más pequeñas o más grandes pero que en todo caso no son la historia completa y llegan a su fin, así con Claudia. Por eso el final es triste. Salgo de Claudia y después viene el mundo, obsceno, grotesco, desabrido, tal como lo dejé antes de ingresar en su historia o ella en la mía ¿o era un solo relato, nuevo, ajeno a los dos y a la vez tan propio? De chiquito me entristecía no tener con quien jugar a veces, de grande me asusta no tener a Claudia para armar una historia de amor.

¿Todo llega a su fin? Supongo que sí, basta con enmudecer, cerrar los ojos, los oídos, flotar en el vacío, obstinarse en el encierro, clausurar los círculos aun si estos no son clausurables, cortar de raíz la enredadera. Por ejemplo, en qué punto se encuentra el círculo José, el círculo Alejandro, cuál es la clausura conveniente para cada uno, ¿ha tocado a su fin su presencia aquí o continúa?, si continúa ¿por qué callarme, darles un fin sin haber finalizado ellos?

El occiso muestra señales de cansancio, de todos modos continúa diciendo que el mundo es alucinante, ya lo dijo Reinaldo Arenas, y la realidad comporta las características variadas del delirio, producto de las experiencias del occiso con drogas de diferente procedencia, composición química y modo de suministro.

Exhibiendo un nudo alrededor del cuello, el occiso declara haberse rescatado de aquellas sustancias por escasez de recursos (adviértase que el dinero va y viene, que las drogas siempre vienen y que el hambre nunca se va y también que el occiso no produce muestras de arrepentimiento si no de adoptar gestos de un occiso en actitud de espera, las manos en los bolsillos, de pie en una esquina, la guita justa entre los dedos, el resto escondida entre los huevos o en la media, la cara de descarte, la impaciencia tirando humo del cigarro o agotando la birra, a veces es distinto y todo sucede como si no sucediera y todos saben que está sucediendo y el pasamanos indica que nos vemos otro día).

José y Alejandro viven lejos de mi casa y entre ellos. Lo mismo el trípode funciona. Si uno tambalea, la mesa se nos viene abajo. Si no es una mesa el objeto que nos toca sostener y resulta que no importa, que en realidad es a los otros a quienes sostenemos ¿eso nos convierte en hermanos? A veces sí. Otras en hijos tristes y, en el caso de Alejandro y José, huérfanos de padre. Somos pobres, indudablemente. Ahora sus vidas se concentran en otras enredaderas. Los oigo a veces rumiar tristes y se me ocurre decirles que la vida es una canción alegre, salvo que la vida no es eso y la redención no nos ha salpicado ni un poquito. La buscamos, no crean lo contrario. Hemos juntado nuestras voces para gritarle en la jeta al universo que todo es una maravillosa mierda. Una característica común a los tres es la imposibilidad de pronunciar con claridad ciertas palabras o frases, sobre todo si hay público presente, lo cual provoca frases como ¡sacáte la papa de la boca! o ¡lengua mota! Sin dejar de lado la papa ni la mota, esto nos convierte en artistas incomprendidos.

El occiso precipita su narración e informa de un viaje a Perú a principios de setiembre. Especie de destierro o cárcel para perdedores. A veces rozo la alegría y hay tardes donde morir es la mejor o la única alternativa. Podría extender el relato pero la irrevocable circunstancia de su deceso se lo impide. Siempre puede uno retomar el hilo, dice, ¿y después? No sé, el cielo para los creyentes. El reposo para los cansados. Como en las películas, uno se muere de mentira. Solamente los sueños son verdaderos, el resto es literatura. Puedo contar esto de mil maneras, puedo decir la verdad y sin embargo todo es un invento.

¿Dónde está Juan? Se lo ha comido el cuco, por no tomar la sopa. En días de hambre vino el cuco a visitarlo y le tendió la mano, ¿le disparó con su dedo índice al tiempo que emitía el característico ¡pum!? Le dijo si debía llevar consigo mucho equipaje. Con la mochila es suficiente. Se embarcó en una desnudez de cuello y se arrojó por la borda. ¿Lo extrañan? ¿Lo han perdonado? ¿Le ha salido caro el viaje? ¿Volverá? ¿Por qué habría de hacerlo? ¿Vio acaso la lluvia por última vez? ¿El círculo se ha cerrado? ¿Dónde está el cajón de las explicaciones? ¿Alguien puede responder cualquier cosa? El occiso se niega a continuar. Siendo las diez de la noche del jueves 16 del corriente, se establece que esta es toda la información que la autopsia del occiso nos permite recavar.



[1] que después de persuadirlo con argumentos sólidos, el occiso aceptó entregarlo. Proceda ahora a describirlo teniendo en cuenta sus dimensiones (aproximadas) de 18 x 20 x 8 (tradúzcanse las coordenadas por ancho, largo y alto), tapa dura, 200 hojas rayadas con marcas de visible mutilación, inscripciones, manchas y dibujos de autoría del occiso, papel extrarresistente, color amarillo. Inmediatamente proceda a quemarlo y, una vez remitidas las cenizas, según las disposiciones más convenientes, haga constar que éste nunca existió, de tal suerte que debe borrarse esta nota al pie y, repito, (anote mi repitente insistencia o mi insistente repetición) que el cuaderno nunca existió por más que el occiso declare

2 comentarios:

Anónimo dijo...

qué enredadera juan... no sé. francisco de asís decía "mi hermana muerte", "mi hermana pobreza"... digo, francisco, y no san francisco. creo que el occiso, pese a ser ¿un condenado-acusado?, goza de la experiencia que sólo tiene (como posesión) aquél q narra su historia y la sigue viviendo... o la va narrando en la medida del ir-siendo. otro punto: es una historia-com-partida, lo q hace de ella una canción alegre por el sólo hecho de su capacidad de abordar-abarcar-contemplar a otros-con-nombres-propios (eso, tu historia se vuelve templo de celebración, después de todo... porque la reunión de otros en tu historia merece la alegría de un libre-albeldrío ejercitado en la amistad y en amor que tienen mucho de eso que deseamos como donación)

"(día a día, como marcas que trazara un presidiario en el muro de su esperanza.

vida a vida, migaja a migaja, nunca la rosa)

sujeto a un don. sujeto de gratuidad. (hasta la culpa, hasta sólo deber el haberlo pagado todo)"

Unknown dijo...

ayer vi a varios de los otros monos, y mas que enredadera era juntadera, y me cague de risa un rato, despues me fui caminando por lugares viejos hasta casa. saludos macaco