abril 08, 2009

YO VI MORIR A MI ABUELA

A mi abuelita le decíamos, cuando nos referíamos a ella en secreto, la mutilada por una razón bastante simple, le faltaban la mano derecha y la pierna izquierda. A nosotros, nuestra madre nos llamaba criminales o cosas peores por motivos también simples: nosotros la habíamos mutilado.

Todo sucedió la navidad del 97 en la terraza de mi abuela. Nos gustaba subir allí a jugar a las pilladitas o a las escondidas o tan solo a cantar y silbar. Pero mi abuela se enojaba tanto por el ruido que hacíamos que nos amenazaba con sellarnos el pico con un hierro caliente si no parábamos ahí mismo con ese infierno.

No se puede decir que no la quisiéramos. Que no la quisiéramos matar. Ojo, en defensa propia, se entiende. Pero sus palabras nos agriaban la infancia. Más de una vez nos había arrastrado cuadras enteras por el barrio tirándonos de las patillas. Mi hermanita, que nunca lloraba, salvo cuando era en verdad culpable de algún delito grave y únicamente para infundir lástima en los adultos, esas veces dejaba escapar una gotitas azules y saladas que a mí me gustaba beber porque me traían recuerdos de las vacaciones en el mar y porque me infundían cierto valor para aguantarme las mías.

Sin embargo, en ocasiones nuestra abuelita era capaz de gestos que no podemos llamar de otra manera que amables. Como cuando nos llamaba con voz dulce y nos regalaba caramelos de tutti fruti o de dulce de leche o de miel y chocolate. A nosotros nos gustaba robárselos y dejar piedritas envueltas en su lugar. Ella no se daba cuenta y tras masticarlos un rato largo, ¡crack!, se le saltaba un pedazo de dentadura postiza. ¡Ay, mamá, ya estás grandecita para andar comiendo caramelos!, le decía mi mamá, incluso enfrente de nosotros. Esta humillación la enfurecía tremendamente y nos fulminaba con su mejor cara de odio. Entonces comprendíamos que la guerra iba a recrudecer y que no debíamos fiarnos de sus intenciones.

Pronto nos olvidábamos del incidente y volvíamos a cometer algún pequeño crimen. Subíamos a la terraza y rociábamos las bombachas inmensas de la abuelita con la pis de nuestro cachorrito. Ella lo detestaba y no perdía oportunidad de acribillarlo a patadas. Era justa, pues, nuestra causa. Mi mamá decía que no debíamos odiarla porque sino iríamos al infierno. Mi hermanita, que no decía nada pero la miraba como diciendo “ah, mirá vos, y yo creía que no había un lugar peor que éste”, sonreía con las cejas despeinadas y diabólicas. Yo, en cambio, le preguntaba si allí encontraríamos a papá, pues eso era lo que nos había informado nuestra abuela.

Una noche de diciembre, mientras mi abuelita estaba inclinada hacia el horno, intentamos empujarla allí dentro. En la escuela la maestra nos había leído un cuento en donde dos hermanitos se libraban de milagro de las garras de una bruja maligna.

__ ¿Qué estás cocinando abu?- preguntó mi hermanita de lo más inocente.

__ Ñaca- respondió la vieja grosera-. Váyanse de acá o los meto al horno.

Mi hermanita salió corriendo y cuando le contó a mi mamá, ella se limitó a pedir calma y ordenó quedarse quietitos frente al televisor. Yo le ofrecí el control remoto para calmarla y ella comenzó a sollozar. Eso no funciona conmigo, le dije. Pero esta vez parecía cierto, maldición, así que tuve que consolarla contándole el cuento de los hermanitos. Esto pareció alegrarla y se le iluminaron los ojos. Otra vez sonreía.

Me tomó de la mano y me llevó por el largo pasillo hasta la cocina y ahí estaba el culo de mi abuela, tremendo y a punto de hacer estallar la pollera. Su cabeza inspeccionaba militarmente un pollo, como si le ordenase que estuviese listo en ese preciso instante. Lo pinchaba con un tenedor muy largo y hasta parecía que un shock de placer le estuviese recorriendo la cara y luego la espalda hasta donde no se puede nombrar.

Mi hermanita me lanzó una mirada de “ahora es el momento” y comenzamos a correr con la cabeza gacha y los brazos hacia delante. Esta vez no se burlaría de nosotros. Pero antes de llegar, se dio vuelta, cerró el horno con un pie y nos vio. En vez de hacerse a un lado, como hubiese sido saludable, abrió los brazos y nos apretó contra sus pechos derretidos. La muy malvada se había salvado y encima se burlaba de nosotros.

__ Así me gusta- dijo mi mamá que no sé cómo pero ya estaba apoyada en el marco de la puerta- que se quieran como yo los quiero.

Luego nos abrazó a los tres y el apretón fue todavía más asfixiante. Nunca íbamos a ser libres hasta que no utilizáramos un arsenal para vencer. La oportunidad se presentó en navidad. Mamá nos llevó de compras y tuvimos la oportunidad de elegir los cohetes más potentes y más ruidosos. No se iba a zafar así nomás. Ya estábamos saboreando nuestra ansiada libertad. No sabía lo que le esperaba.

Comenzamos haciendo ensayos en la terraza. Tirábamos cañitas voladoras con una precisión cada vez más envidiable y los fósforos cohetes estallaban como arrojados por expertos en combate. Sin duda estábamos listos para la gran noche.

El 24 se nos hizo largo y tedioso porque no veíamos la hora de que fuesen las doce. Durante todo ese día fuimos tan amables con la abuelita que ella ni sospechó lo que vendría. Mi hermanita corrió y brincó por los pasillos y las sillas y rodaba debajo de las mesas. En verdad estaba muy feliz. Incluso ayudó a poner los cubiertos y pidió ser ella misma quien encendiera la cocina. El fuego parecía nacer de sus deditos y actuar como si le obedeciera.

Comimos temprano y a las once la abuelita amenazó con irse a dormir. Había bebido, cuando no, dos botellas de vino tinto mientras cocinaba y otra con la comida. Pero estaba tan alegre que cuando la abrazamos para retenerla no pudo resistirse y se volvió a sentar. Nos contuvo uno a cada lado y nos acariciaba las cabezas con un cariño bastante brusco, tanto que a mí me arrancó un par de mechones. Me aguanté las ganas de ensartarle un tenedor en la pierna solo por no arruinar la fiesta de más tarde.

__ Mis hijitos, siempre tan bonitos y buenitos. Esta noche les voy a dar un regalito bien lindo a cada uno- prometía la vieja para sobornarnos, pero ya estábamos decididos-. Si se portan bien- añadía, dando latigazos con el índice.

Nos tuvo abrazados cerca de quince minutos hasta que pudimos zafarnos de sus brazos carceleros. Cuando dieron las doce, parecía un poco aturdida. Desde todos los rincones venía un aluvión parecido al estruendo de una guerra. El cielo estaba iluminado y por un segundo no podías decir que era de noche. Corrimos a buscar nuestros fuegos artificiales y recuerdo haber sentido la pólvora filtrarse por mis uñas directamente a mi torrente sanguíneo.

__ Vení má, vamos a ver el cielo desde la terraza- sugirió mi mamá, cómplice casual de nuestro delito.

__ Sí, vamos abue, vamos- dijo mi hermanita tironeándola de su mano chuza. Parecía que el cuero se le iba a estirar indefinidamente y ella seguiría sentada en el mismo lugar.

La ayudamos entre los tres a subir las escaleras. Yo empecé a silbar y mi hermanita a cantar y mi mamá a moverse nerviosa entre la ropa limpia que colgaba de la soga, no fuera a ser que se quemaran con los fuegos artificiales. Así que fue levantando prenda por prenda y bajó a guardarlas. Mamá no suele disfrutar estos momentos como nosotros, por lo que adivinamos que no volvería. Justo lo que necesitábamos.

Comenzamos a correr en círculos alrededor de nuestra abuelita y cada vez que nos acercábamos a su inmensa mole, le dábamos un pellizcón en el culo o en la panza.

__ Pero qué se han creído. Atrevidos de mierda. Ya van a ver cuando los agarre- decía y trataba de corretearnos pero ya estábamos a sus espaldas y, ¡zas!, un nuevo pellizco bien dado-. Son iguales a su papá, hijos de Satán.

Estos no nos ofendía en absoluto. Nuestro papá se había muerto hace mucho pero el cura ya nos había asegurado que estaba en el cielo. Así que seguimos corriendo hasta caer mareados y con dolor de panza de tanto reírnos. Yo creí que nos íbamos a morir ahogados antes de cumplir nuestra misión por lo que decidí sacar un cohete de mi bolsillo y comencé a rasparlo contra la cajita. ¡Chist! ¡Chist! ¡Flushhhhhhhhh! Hora de arrojarlo. Y lo lancé como había visto lanzar granadas en las películas de guerra. Estalló cerca de los pies de la vieja, que gruñó pensando quizá que me había equivocado de dirección. Pero el segundo la hizo entrar en razón y de repente en pánico. El tercero la convenció de que debía correr, pero ya mi hermanita estaba cerrándole el paso de la escalera.

De todos modos comenzó a correr en cámara lenta. El ruido era atronador y más atronadoras eran nuestras carcajadas. La dejamos ganar un poco de terreno y comenzamos a tirarle las cañitas voladoras. ¡tá! ¡tá! ¡tá! ¡tá! Una en el medio de los ojos, otra en las costillas, otra en la ingle, otra en las rodillas. Era un blanco inmóvil. Éramos unos tiradores formidables. Otra en el brazo. Ya la teníamos suplicando misericordia. Haciendo ademán de arrodillarse y juntar las manos.

__ Les voy a dar todos los caramelos que tengo escondidos bajo mi colchón, pero déjenme en paz, por favor, soy su abuelita, mírenme, ¿acaso no me quieren? ¡Quiéranme!

__ NOOOOOOOOO.

Y mi hermanita agarró una soga y la ató de pies y manos. La vieja quedó tendida de costado y yo le puse una pelota de tenis en la boca, aunque en serio que no se escuchaba nada. Mi hermanita se fijó si no venía mi mamá y no venía, ya no vendría. Uno a uno le fuimos poniendo cohetes entre los dedos de las manos y de los pies. Con baterías chinas le hicimos un brazalete en la mano derecha y yo desarmé un montón de triangulitos y rocié su pierna izquierda con pólvora. La íbamos a cocinar.

Mamá me había dejado comprar una bengala de colores y la encendí bien por encima de mi cabeza en señal de victoria. Mi hermanita pronunció la sentencia y antes de que pudiese pestañear, la vieja ya estaba frita. Recién entonces apareció mi mamá con unas cajas envueltas en papel de regalo. Eran de parte de la abuelita para nosotros. Al verla tirada, arrojó las cajas al suelo y nosotros corrimos igual que pirañas a su presa y al abrir los regalos descubrimos yo calzón con dibujos de frutillas y dos talles más grande y mi hermanita un par de medias amarillas de toalla. Ella se forró los brazos de amarillo y yo me cubrí la cabeza con el calzón.

__ ¡Soy un monstruo! ¡Soy un monstruo! ¡Tengo los brazos de fuego! ¡Wowowowowo!- decía mi hermanita mientras me embestía y me hacía cosquillas en la panza.

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